Tiene la rareza de hacer bien todo cuanto hace (al menos cuanto hace para un público): actúa, escribe, dirige, canta, compone, arregla, toca el piano, la guitarra, el saxofón, la batería y la armónica, a unos niveles muy por encima de la media. Quizá no sea estrictamente genial en ninguna de todas sus facetas, pero el conjunto de todo lo que hace lo convierte en genio, como esos rostros cuyas facciones –miradas aisladamente– no parecen ‘anunciar’ una gran belleza pero que, observadas en el conjunto, revelan de pronto a Sophia Loren.
Su novela, Noche de perros, tiene una prosa, un ritmo y un desparpajo que ya muchos autores querrían. Realmente buena, sin condescendencia. Tan ansiosos como sus lectores, llevan ya años sus editores a la espera de su segunda novela, mil veces anunciada y aún no entregada: The paper soldier.
En cualquier caso, de todas sus facetas, en la que más en su elemento siento a Hugh Laurie es en la de músico. Ya sea por mérito propio al arreglar él mismo algunos de los clásicos de la música de Nueva Orleans o por haber sabido rodearse de gente como el productor Joe Henry y del no menos legendario arreglador Allen Toussaint, el rol de Laurie en la música –al parecer complementario de su faceta de actor– eclipsa para mí todo lo que ha hecho en otros planos.
Escuchar las ya excelentes y legendarias versiones de Tipitina por su propio compositor, Professor Longhair, o de Swanee river, compuesta en 1854 por Stephen Foster, el ‘padre’ de la música americana y versionada hasta el hartazgo, o de St Louis Blues, escrita por W. C. Handy en 1914, o de St James Infarmary, cuyo autor desconocido se remonta al siglo XVIII, y escuchar luego las versiones reformuladas por Laurie da a las claras su talla de músico; no meramente de instrumentista o cantante, sino de músico cabal, en todo el sentido del término. Sus elecciones –desde el repertorio que aborda hasta los miembros de su maravillosa banda más los arreglos– exceden el pentagrama, lo técnico, y lo revelan como un auténtico creador. Es decir, como alguien que asume su rareza y no intenta normalizarse ni encajar en moldes.
Sus discos Let Them talk y Didn’t it rain tienen la inocencia, casi la pureza de quien se acerca a un mundo que no le es propio pero que, mezclado con su auténtica curiosidad foránea y el talento de cualquier nativo, da a sus versiones una extrañeza inédita y una belleza renovada a un repertorio muy, muy transitado.
Niño bien de Oxford, Laurie descubrió con diez años la música de Nueva Orleans y, desde entonces, respondió con pasión a esa llamada. A diferencia de muchos músicos allí nacidos, Laurie ‘eligió’ ser uno de ellos, poniendo de paso en juego su propia fama al servicio de una música a la que no llegó como un advenedizo sino a la que, como sus discos testimonian, lleva décadas auténticamente entregado y que lo ha llevado a conocer los garitos de Nueva Orleans cuando la mayoría no sabíamos ni que él existía. Fantástico es el documental A celebration of New Orleans blues, en el que él mismo recorre la geografía de su pasión y cuenta su historia con esa música, revelándonos que en el fondo él es lo que vemos en la portada de su nuevo disco, Didn’t it rain: un niño grande que ha cumplido su sueño de infancia y que no para de jugar. To play. Dramas o música. Da igual.
Lo más importante en cualquier caso, una vez más, como siempre, no es el talento, sino la pasión. A Laurie lo desborda y por eso la contagia. Si estás cerca, te moja. Su directo es impresionante. Así fue su exquisito y contundente concierto en el Circo Price de Madrid el año pasado. Sólo queda esperar que vuelva. Ojalá sea pronto.
Si no lo has hecho aún, descúbrelo. Tiene lo mejor de los ingleses y de los americanos: una equilibrada mezcla de sobriedad y desenfado, de hondura y liviandad, sin superficialidad ni flema, siempre con rigor y sentido del show. Un tipo con verdadero encanto, un músico al que uno realmente llega a querer y del que no pocas amigas mías están entendiblemente enamoradas.
PD: Míralo también versionando Swanee River.
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