Nunca lo olvidaré. Llevaba yo muy pocos meses viviendo en Sevilla y un día de finales de febrero de 2003 me llamó la atención un cartel en la calle, cerca de la Puerta de Jerez. No era un cartel muy llamativo, pero brillaba en él –al menos para mis ojos– el nombre de Albert Camus, autor que yo amaba y amo, ese tipo de autor al que uno, más que admirar, llega a querer realmente. Más llamó mi atención descubrir que el cartel anunciaba una representación teatral de La Caída, maravillosa novela no siempre valorada en su dimensión real dentro de la obra del francés. La cita era en el Teatro Central, en la Cartuja, y firmaba la adaptación Rodolf Sirera, dirigida por Carles Alfaro para Moma Teatre, con interpretación de Francesc Orella. Como todo en la capital andaluza, esos nombres eran para mí desconocidos y nada significaban entonces. Movido por Camus, me fui no obstante al Central, donde leí, antes del comienzo de la función, que ya la hija del autor, Catherine Camus, esa mujer fantástica, había realizado ya antes una adaptación para teatro. Cuando se apagaron las luces, entonces sí, la maravilla.
Lo que vi honraba brutal y exquisitamente el libro de Camus, al que el montaje de Alfaro –a cargo tanto de la dirección como del excelso espacio escénico y lumínico– elevaba a lo sublime con un Orella en estado de gracia. De las mejores funciones que vi en mi vida. Lo sentí entonces y aún lo creo, tantos años después. Volví a ver la función al día siguiente, con amigos a los que arrastré, y grabé en mi memoria para siempre esos nombres: Carles Alfaro, Francesc Orella, Rodolf Sirera, Moma Teatre… Busqué información sobre ellos, leí cuanto encontré. Poco después, en julio o agosto, llegué por primera vez a Valencia y no dudé en acercarme al Espai Moma, sala propia de la compañía. Naturalmente, estaba cerrada y no ofrecía funciones por esas fechas. No obstante alguien abrió la puerta y, pese a no tener lo que yo deseaba –una cinta o un dvd de la función para comprar–, me regaló una camiseta, libretas, bolis y hasta un mechero con los logos de Moma Teatre que por entonces celebraba sus 20 anys.
Han pasado otros diez y mi admiración por aquella compañía, ya extinta, y por ese director y ese intérprete, ambos en activo afortunadamente todos estos años, no ha cambiado un ápice. Las vueltas de la vida me llevaron a hacer recientemente un curso con Alfaro, a quien, después de unos días, le conté, no sin cierto pudor, esta anécdota, a lo que él respondió con un detalle hermoso: me regaló el libro que por aquella época se publicó con la historia –en aquel momento todavía parcial– de la compañía, Moma Teatre. 1982-2002. 20 años de coherencia, con edición de Josep Lluis Sirera. La compañía continuó aún su andadura hasta 2007; el Espai Moma, cerró tres años antes. Leyendo hoy el libro me pregunto si está en verdad valorado el importantísimo aporte de aquella compañía y de Carles Alfaro, no ya al teatro valenciano en particular –de lo que no hay duda–, sino a la escena española en general a lo largo de las tres últimas décadas.
La pregunta se resignificó en mí hace pocos días tras ver el último trabajo de Alfaro: Éramos tres hermanas, brillante variación de José Sanchis Sinisterra a partir de la obra de Chéjov, curiosamente el primer montaje sobre textos del genio ruso que aborda ese monumento vivo que es La Abadía, nuestro des Bouffes du Nord, un auténtico custodio de la mejor tradición teatral europea: investigación y vanguardia sin afanes rupturistas huecos en un espacio recuperado que ha querido y sabido atesorar el pasado de sus muros y cimientos. El marco ideal, por tanto, para esta nueva delicatessen de Alfaro y las inspiradas Julieta Serrano, Mamen García y Mariana Cordero, en los roles de Olga, Irina y Masha, respectivamente. Un montaje culto, profundo, radical, verdaderamente contemporáneo, que no busca complacer a nadie sino ser leal, no traicionar el espíritu del texto original de Chéjov, de lo mucho que aún enciende y alumbra en nosotros, despojado ya de lo que el propio Chéjov quizá hoy también lo despojaría, y que asume no sólo su rareza –la rareza que ya entonces tenía– sino, ante todo, la insoslayable influencia que la propia historia del teatro –su devenir– fue ejerciendo sobre el hacer teatral de cada época.
Vale decir: así como son impensables Beckett, Ionesco o Pinter sin el precedente Chéjov –cuyas obras contienen ya y prefiguran a los tres–, es impensable quizá hoy regresar a Chéjov pasando por alto el modo en que Beckett, Ionesco o Pinter afectan, releen y hasta ‘depuran’ a su predecesor, al menos desde nuestra perspectiva actual, una mirada inevitablemente culta y conocedora de esa filiación teatral entre los tres, de ese extraño árbol genealógico que los entronca y que ha ido creciendo en respuesta a un mundo que, en cada época, ellos supieron asumir y, así, expresar, lanzar al entorno como una rama más de ese tipo de conocimiento de la realidad que sólo parece estar al alcance del teatro: un conocimiento no resolutivo, sino más bien conflictivo, que custodia la verdad que sólo puede dar a sentir, por encima de la razón, el acto deliberado de soportar la contradicción sin querer resolverla, sino encenderla para alumbrarla a partir del siempre inhaprensible lenguaje de los actos, un lenguaje que nos desnuda y revela en toda nuestra magnitud, complejidad y misterio más allá de lo que nos contamos ser. La paradoja hecha acción.
Chéjov –no hay que olvidarlo– es un dramaturgo: su legado son textos, lo que Grotowski hacía bien en llamar «literatura dramática»: el teatro es otra cosa. Un hecho vivo del cual el texto es sólo una parte –crucial, sin duda: el suelo eterno sobre el que los efímeros vuelven a invocar ausencias para representarlas (volver a presentarlas) ante un grupo de personas que se autoobserva en los cuerpos de otros para así poder verse– pero, al fin de cuentas, no deja de ser sólo esa parte latente que espera ser revivida por quienes le pongan hoy cuerpo y voz para alumbrarlo –darlo a nacer otra vez– y ver cómo su verdad (no su realidad de entonces) nos alumbra aún, en todas sus acepciones, más allá del tiempo y las geografías. Un gran texto escrito hace un siglo es sin duda el big bang de un buen montaje actual que lo aborde: su prehistoria, la energía inicial que llega a nosotros y de la que sin duda somos parte. Es misión por ello de un buen director saber leer quizá –no como un arqueólogo sino como un físico– el recorrido de esa expansión, desde el punto inicial (ese big bang) hasta el punto en el que nos encontramos, para ver en lo momentáneo de nuestra vida –la única perspectiva a nuestro alcance– cómo se ve y nos alumbra aún hoy lo permanente de ese primer impulso maestro.
Desde esta perspectiva, aciertan Sanchis Sinisterra, Alfaro y La Abadía en –más que abordar una nueva y enésima versión de Las tres hermanas– volver a ese texto para intentar ver más allá de él y descifrar (jugar a descifrar) cómo pasó el tiempo también para las hermanas Prózorov, cómo y dónde las encontraríamos hoy, afectadas también por todo lo que pasó a partir del momento en que Chejov las dejó. Es decir: no sólo qué pasó con ellas, sino que pasó con ellas en el contexto de un mundo que también cambió en la dirección que supieron reflejarlo Beckett, Ioniesco y Pinter y que sigue cambiando y nos encuentra hoy en un punto que el montaje de Sinisterra y Alfaro ha sabido expresar para mí fielmente. Y es que más que reescribir a Chéjov, Sinisterra y Alfaro parecen intentar ver cómo y en qué Chéjov nos sigue ‘escribiendo’ aún hoy desde el pasado.
El trabajo de Sinisterra –esta vez más de sabia ‘edición dramatúrgica’ que de autoría original, aunque el mérito de la idea y el concepto son completamente suyos– no se separa del texto de Chéjov casi en ningún momento: como espectador volvemos a escuchar, casi palabra por palabra, los cuatro actos escritos por el genio ruso. Las palabras son las mismas; lo que ha cambiado es el contexto. En este sentido, Éramos tres hermanas es un montaje primo hermano de Forests, de Calixto Bieito, con estupenda dramaturgia de Marc Rosich, ‘autor’ de una obra íntegramente escrita por Shakespeare que Shakespeare nunca escribió y que –esto lo agrego yo– bien podría haber escrito. Forests está hecha a partir de textos de la obra completa de Shakespeare en los que el bardo alude a la naturaleza y el bosque. Si uno va al Folio no encuentra esa obra tal y como Bieito y Rosich nos la presentan y, sin embargo, ‘está’ ahí. Bieito y Rosich han sabido intuirla, leerla para ver cómo Shakespeare nos sigue leyendo aún hoy, desde el pasado. Alfaro y Sinisterra han obrado un milagro similar: Éramos tres hermanas es una obra casi íntegramente escrita por Chéjov que Chéjov nunca escribió y que –esto también lo agrego yo– bien podría haber escrito, en el caso de que aún viviera en la actualidad.
Se dice, al margen, ya mucho –y los propios autores del montaje lo reconocen– que es una puesta muy beckettiana, pero, cabe subrayarlo, desde lo profundamente chejoviana que es. Al fin de cuentas, Chéjov ya es Beckett en bajo grado, y Beckett es Chéjov llevado al extremo, liberado ya de todo naturalismo, haciendo repetir aún más radicalmente a sus personajes las acciones que más mueven sus vidas en un provincianismo que Beckett hace universal y en el que, como en Chéjov, no hay horizonte, salida ni variación. Pero al fin y al cabo, Chéjov y Beckett trabajan casi sobre los mismos personajes: aburridos, desesperados, ludópatas, alcohólicos, adúlteros, suicidas, endeudados, arruinados, corruptos, funcionarios… Gente siempre a la espera de un milagroso cambio en sus desesperantes vidas que no mueve, no obstante, un solo dedo para modificarlas, presa en un presente que nunca es regalo y que se repite eternamente, como en el apagado infierno de un mito.
Sinisterra desbroza la obra original de Chéjov –el verbo es sin duda injusto: no hay nada desbrozar en Chéjov–, pero la despoja del contexto original para presentarnos sólo a las tres hermanas, ya casi ancianas, atrapadas en su propia memoria. Nunca han regresado a Moscú, ya no hay soldados en la región, sólo el tiempo goteando lentamente dentro de una casa llena de ausencias que ellas habitan aún como fantasmas, la casa que acaso Natasha no logró arrebatarles del todo y en la que las Prózorov matan cada tarde el tiempo contándose una vez más el relato de sus propias vidas, siquiera por el sabor que, en la insulsez total, les da aún la nostalgia, esa forma retroactiva del deseo. Reelen así, repiten, representan, vuelven a presentar y a transitar los hechos del pasado en los que han quedado eternamente detenidas, en la postergación sin fin de sus sueños. Cada tarde –yo imagino que cada tarde– vuelven a soñar así que por fin están ya cerca de poder marcharse, pero por la noche se duermen otra vez pensando que un día más se apaga sin que ellas estén ya de camino a Moscú. Alfaro las ha encerrado así en «una especie de limbo de tiempo suspendido» –las palabras son suyas–, en una especie de sueño o de eterno retorno, donde sólo hay espacio para la repetición: un perímetro espejado que las reproduce constantemente, idénticas a sí mismas, sin variación. Una suerte de mito en el que, como en todo mito, se les ‘regala’ a las protagonistas la eternidad, como condena: la ventura siempre es ser mortal. Primero y último, irrepetible. Ese es el subtexto esencial que me gusta del montaje y del texto original, aquí muy bien resguardado.
«Hay que vivir, hay que vivir», dice una de las hermanas. Y es que, como a nosotros, a las Prózorov no les pasa realmente nada del todo ‘grave’: sólo estar burguésmente vivas –tener garantizada la supervivencia– y no saber qué hacer del todo con la vida que se les ha ofrecido como posibilidad y que ellas van dejando ir. En ese drama estamos también de algún modo aún hoy muchos en Occidente, y nadie tal vez como Chéjov lo puso antes tan brutalmente de relieve. No tenemos urgencias, comemos cada día lo que queremos, cuanto queremos, cuando queremos, pidiendo incluso a otro ser humano que nos sirva, e incluso así, rodeados por las bolsas de nuestra compra, sentados ya en el salón de casa al final del día, miramos de pronto por la ventana y nos angustiamos sin por qué, apenas por ver que otra vez anochece. Sin urgencias, no hay muerte; sin muerte, ¿seguiremos vivos? ¿Sabremos estarlo, ahora que, por fin, más que sobrevivir, vivimos? ¿Somos ya aquellos seres humanos del futuro que Astrov, Sonia o Vershinin imaginaban por fin felices, alumbrados por el sufrimiento y el trabajo de los hombres y mujeres de su tiempo? «Saber para qué vivimos –dice una de las hermanas–. Saberlo, saberlo…». ¿Lo sabemos ya? ¿Hemos aprendido por fin a saborearlo…?
Como las Prózorov, también nosotros estamos quizá suspendidos en una especie de limbo más mental que real en el que creemos hacer, decimos hacer, nos contamos estar haciendo, pero el tiempo pasa, envejecemos y no hemos hecho más que seguir reproduciendo lo idéntico a sí mismo, cambiando, como mucho, la foto de nuestro perfil virtual para recibir ocho me gusta de gente a la que jamás conocimos. Facebook, Internet. Éxtasis virtual. Estar fuera del tiempo y así, creemos, del alcance de la muerte, suspendidos también nosotros –como las Prózorov de Alfaro– en un simulacro de inmortalidad en el que no existe (nos decimos que no existe ya) el tiempo: ese metódico y puntual recuerdo de la muerte que no logramos conquistar a escala infinita –la eternidad–, pero sí al menos (nos decimos) a escala infinitesimal –la inmediatez–, reduciendo el tiempo hasta eliminarlo para crear así este otro paraíso artificial en el que podemos, también nosotros, vivir enamorados de nuestro relato de la realidad más que de la realidad en sí, que no soportamos y queremos olvidar. Enamorados, en suma, de la inmediatez, de lo sin nada en medio, de la ilusión psicótica de que entre mi deseo y yo ya nada media, de que todo no es ya mortalmente ‘aquí y ahora’, con esperas, frustraciones, procesos y aceptación sino siempre ‘ya, en todas partes’, con sucedáneos de bienestar inmediato. Relato, no realidad. Que nada medie entre yo y yo, que todo sea ya y pueda ser yo mismo quien pueda dármelo cuando quiera, con sólo contármelo. Y que si no logro materializar mis sueños, pueda al menos virtualizar mi realidad. Acceder así, al fin, si no a la inmortalidad, sí al menos a su simulacro. Que no haya muerte, incluso al precio de que no haya tampoco vida: sólo repetición, reproducción sin fin de lo idéntico a sí mismo. Una sorda forma de locura, sin duda, tal como la describía Einstein: «Hacer siempre lo mismo esperando resultados diferentes». Como todo gran autor, Chéjov nos mira envejecer, invicto. Clásico: actual, siempre futuro. Alta literatura dramática. El gran teatro –a la altura del autor– lo ha hecho otra vez Carles Alfaro al poner en pie la acertadísima lectura de Sanchis Sinisterra, con la invalorable complicidad de tres actrices que dan con el tan difícil ‘tono Chéjov’, del que tan fácil es salirse de registro como difícil ‘entonarlo’.
Julieta Serrano encarna una Olga memorable. De las más convincentes y contenidamente conmovedoras que he visto. Mariana Cordero da el brío, la sensualidad, la amargura y la fragilidad que su Masha necesita en tan difícil equilibrio y que tiene en su despedida con el Vershinin virtual uno de los momentos más hermosos del montaje. Mamen García, por último, da a Irina el candor y la justa negrura de quien siente su corazón o su alma como ese piano que se ha cerrado y cuya llave se ha perdido, un piano que Alfaro coloca en la escena y en el que el talento musical de García nos revela ese corazón cerrado, incapaz de sentir amor por el malogrado Tuzenbach, pero sí el insomne deseo de marcharse a Moscú, con sus hermanas, su hermano Andréi… but not with her sister in law… El gran número de la función, con el que la actriz se lleva la palma.
Viendo a las Prózorov contarse de nuevo su pasado para reemplazar con él el presente y vivir dentro de él, el montaje convoca mil escenas e imágenes míticas; entre ellas, las de las parcas romanas, tan capaces de tejer el destino de todos –el de los espectadores en el momento de la representación y, por la memoria, el de los personajes que las rodearon en el pasado y que, día tras día, vuelven, a través del relato de ellas, a repetir sin modificación sus vidas–, como incapaces a su vez de modificar ellas mismas su propio destino. El montaje también convoca –al menos remotamente en mi memoria– a las hermanas de Gritos y susurros, encerradas en ese claustrofóbico y mortuorio espacio, lleno de pasado y vacío de futuro; convoca en cierto modo a las brujas de Macbeth, cuyas profecías acaban siendo, como aquí, equívocas y, a la larga, para quien creyó en ellas, también erróneas: por mucho que se obsesionen y se lo repitan a sí mismas, las hermanas no regresarán a Moscú; convoca a los ancianos de Las sillas, en esa relación imaginaria que ya sólo entablan con lo real, llenando el vacío con las ausencias que ellos vuelven a representar… Recuerda incluso la fantástica escena de la marquesa venida a menos que en La grande bellezza (la reciente película de Sorrentino) sube con frecuencia a lo que fue su antigua casa y hoy es museo municipal para poner una moneda en la audioguía para turistas y escuchar la historia de esplendor de su familia. Enorme escena. Particularmente, me recordó también lo que un amigo me contó una vez a propósito de esto: «Mi mayor pesadilla –dijo– es que, en el instante de mi muerte, pasa ante mis ojos la película de mi vida (como reza el tópico), pero sin banda sonora; es decir, sin el relato que yo me fui haciendo de mi propia vida. Sólo vería lo que hubo, los hechos. Lo que hice y lo que no. Sin lenguaje, ni palabras, ni explicaciones. Los hechos». Un sueño que pocos no podríamos ver también como pesadilla. El montaje de Alfaro, en suma, convoca con muy poco mucho y construye así –reuniendo todos estos conceptos–, más que un páramo beckettiano, un terrario digno de Beckett, sí, pero a la vez del Pinter de los espacios cerrados con mil peligros exteriores al acecho: una lujosa caja espejada (a tono con el linaje de las Prózorov) en la que todo lo de fuera es peligro y todo lo de dentro, repetición. La arquitectura doméstica de nuestro tiempo. Una joya conceptual. Y ya van muchas…
Y es que la doble y hasta triple faceta de director, escenógrafo e iluminador de Alfaro –no uno cualquiera, además, sino uno muy, muy bueno– le permite, más que ‘crear’ el espacio escénico, dejarse llegar a él, dejarlo nacer desde el propio texto, con la atención y la paciencia que demandan ver crecer una flor. Mnouchkine –que, en lugar de crear, acaba ‘llegando’ un día al espacio escénico de esa maravilla que es Les éphémères– tiene un proverbio asiático por frase de cabecera: «El tiempo siempre se venga de lo que hacemos sin él». Y el tiempo, desde luego, no es el tiempo material, medible, que uno tiene para montar una obra –ocho semanas, digamos–, sino el que uno le dedica intensa, obsesivamente. Una hora intensa es así relativa y puede equivaler a semanas. La calidad del tiempo, la calidad con la que uno lo habita y se conecta con él, se respira en los buenos montajes, y se revela en las elecciones que un director toma y que se perciben curiosamente no como elecciones que ha tomado, sino como ‘fatalidades’ que ha sabido acatar. La maravillosa caja traslúcida –mitad espejismo, mitad sueño– que Alfaro ha construido en tándem con Vanessa Actif es algo que el espectador –yo al menos– siente como algo orgánico, natural. No como una ‘idea’ brillante. Es un espacio irreal, pero verdadero. Irrealidad, por cierto, acertadamente potenciada por la fina membrana que Alfaro y Actif interponen entre las actrices y el público, que enrarece la visión directa, mediatizándola y hasta parcialmente impidiéndonos –como tantas cosas hoy en nuestras vidas– el acceso a la realidad sin más.
«Una vez desaparecido el espacio, no quedará sino el limo del tiempo», escribe Hélène Cixous al comienzo de Tombours sur la digue. En este caso, ese limo son las ¿virtuales? Prózorov, proyectadas por este eternoretornógrafo que han construido Alfaro y Sanchis Sinisterra y que –a diferencia del de La invención de Morel de Bioy Casares– aquí activa el oleaje del tiempo. No sé cuánta gente valorará este montaje en su justa medida –ojalá que muchos–, pero quienes conozcan la obra, la grandeza de Chéjov y el devenir del teatro a partir de él en el siglo XX y lo que llevamos del XXI, posiblemente lo adoren. No me sorprendería. Está hasta el 25 de abril en La Abadía, cuya visita guiada, por cierto, no tiene desperdicio; ojalá las vuelvan a organizar pronto.
PD: Me admira y maravilla de Alfaro su punto de partida: el contexto y la época en que comenzó a hacer teatro, a comienzos de los 80, en Valencia, en una España con todo por hacer, ya no como sueño, sino como realidad, lo que demandaba una gran responsabilidad. Me admiran su inconformismo, su baja autoindulgencia, su afán de conocimiento y superación, su radicalidad en hacer, en aquel contexto, un teatro contemporáneo y de vanguardia –incluso al abordar clásicos–, sin concesiones al público, en valenciano, como lo haría una institución pública, pero desde su propia apuesta personal, tras su odisea en el extranjero. Entre las fotos de arriba, hay una del solar desnudo en el que más tarde Moma Teatre abriría las puertas de Atelier 24 y, después, de Espai Moma. Todo un documento del punto de partida de un director que se construyó a sí mismo como lugar fecundo para albergar a otros y custodiar, juntos, en él este antiguo rito al que ninguna cultura renuncia desde el origen.
Reparto
Julieta Serrano
Mariana Cordero
Mamen García
Ficha artística
Texto José Sanchis Sinisterra
Dirección Carles Alfaro
Espacio escénico Carles Alfaro y Vanessa Actif
Iluminación Carles Alfaro
Vestuario Ikerne Giménez
Espacio sonoro Javier Almela
Maquillaje y peluquería Esther Barcenilla y Nayra Lobato
Realización de vestuario Miguel Crespí
Ambientación de vestuario María Calderón
Asistente de peluquería y maquillaje Erika Sánchez
Ayudante de vestuario Vanessa Actif
Ayudante de dirección Montse Calles
Asistente de dirección Andrea Delicado
* * *
8 de abril de 2014