BUSCANDO ‘MUGRE’
[proceso de investigación]
La llamada ‘mugre’ del tango —más fácil de apreciar como sonoridad que de explicar como concepto— nace, se cree, del peculiar modo en que los primeros músicos del género se relacionaban con sus instrumentos en la Buenos Aires de finales del siglo XIX, unos instrumentos de tradición clásica —piano, violín, flauta, guitarra, bandoneón y contrabajo— a los que, a veces accidentalmente, a veces con deliberación, aquellos primeros músicos les fueron sacando nuevas sonoridades, que son ya consustanciales del tango. Aquel peculiar modo de relación (un modo autodidacta, improvisado, lúdico, por momentos casi bárbaro, orgullosamente antiacadémico e ingenioso) les permitió a aquellos primeros intérpretes ir combinando a la vez elementos musicales heredados desde una nueva perspectiva que alejaba a esos instrumentos del registro clásico a los que hasta entonces se los vinculaba para acercarlos a uno radicalmente nuevo, desenfadado y popular.
Ese nuevo modo de relacionarse con los instrumentos fue primero inevitable y accidental: la mayor parte de aquellos primeros tangueros del siglo XIX (criollos e inmigrantes de las zonas portuarias más humildes y desclasadas de la ciudad) no tenían formación musical; sí, muchos, talento y ganas, pero no formación. Tocaban, por ello, de oído, lo que podían y como podían, tomando prestado de aquí y de allá, copiando los dedos de otros, para expresar, ante todo, lo que sentían. Eso abrió un amplio campo experimental y creativo en el que fueron germinando nuevas gestualidades y lenguajes, nuevas mixturas, insospechadas hibridaciones.
Aquellas nuevas formas de relacionarse
con los instrumentos clásicos
se fueron volviendo así,
en términos de tango,
casi más importantes que lo se tocaba,
como si sólo de ese nuevo modo de tocar
los instrumentos clásicos pudiera surgir
después lo que se tocaba
Aquel peculiar modo de relacionarse con los instrumentos surgió así quizá, podríamos decir, de una actitud filosófica regida por una cierta rebeldía ante lo instaurado, una actitud rebelde que los inmigrantes y criollos de aquella Buenos Aires tenían —ya antes que en la música— socialmente en su día a día ante la adversidad y las carencias. Era inevitable así que esa misma rebeldía —ese querer salir adelante aun con todo en contra— acabara irrumpiendo también en la música que ejecutaban, cristalizándose en una gestualidad peculiar marcada por un cierto afán de hacer las cosas pese a todo, como fuera, pero en ningún caso renunciando a hacerlas.
Era inevitable también por ello que los primeros tangueros perdieran así las formas, las desbordaran y las llevaran, muchas veces sin saberlo, creativamente, más allá de la ortodoxia y de los límites clásicos y académicos, generando nuevas gestualidades que, con el tiempo, otros músicos con más formación supieron recoger, ampliar y ahondar, ahora sí con total deliberación, reelaborando, reinterpretando e incluso a veces reinventando muchos de los elementos de la tradición musical, primero en sus respectivos instrumentos y, después, ya a principios del siglo XX, haciéndolos dialogar en la interrelación de las nacientes orquestas típicas.

El término ‘orquesta típica’ lo acuñó por primera vez el bandoneonista, director y compositor Vicente Greco (1888-1924), genial compositor de inmortales tangos aún vigentes como ‘Ojos negros’ (Greco es, en la foto, el bandoneonista de la derecha; de pie, a su lado, otro titán de aquellos años: Francisco Canaro).
Con el paso de los años, aquellas nuevas formas de relacionarse con los instrumentos clásicos se fueron volviendo así, en términos de tango, casi más importantes que lo se tocaba, como si sólo de ese nuevo modo de tocar los instrumentos pudiera surgir después lo que se tocaba. No había en ello un mero juego intelectual con las formas realizado por gente culta, sino una profunda necesidad expresiva de personas viviendo al límite y en los límites de lo posible, lo que confirma la sentencia de Victor Hugo: la forma es el fondo en la superficie. En el tango esa sentencia se cumplió. Sus formas son las de algo muy hondo y auténtico que, al aparecer, tenía que cristalizarse, por fuerza y naturaleza, en unas u otras formas: las que los músicos rioplatenses, más que elegir, acataron.
Aquellas nuevas formas de ejecutar y reelaborar en instrumentos clásicos los ritmos y melodías procedentes de todo el mundo que entonces circulaban por Buenos Aires, Montevideo, Rosario y demás centros del Río de la Plata fueron alumbrando así novedosos recursos expresivos, muchos de ellos percutidos para suplir, en parte, la ausencia de percusión en las orquestas típicas; unos recursos expresivos que, con los años, acabaron recibiendo nombres (chicharra, látigo, tambor, yumba, strapatta, arrastre, guitarrita, vómito, campana, gato, sirena, vaca, silbido, rezongo) y que, más tarde, fueron sistematizándose dentro del lenguaje del tango, un lenguaje sin codificar que, no obstante, fue transmitiéndose oralmente, de músico a músico, en el corazón de las orquestas, asentándose más y más como señas reconocibles de un género musical inédito, único en su tímbrica de piano, cuerdas y bandoneones y en su más que curiosa ejecución. Incluso ya codificada y depurada en recursos cultos, esta relación expresiva —más temperamental que técnica (aunque también técnica) con los instrumentos— se ha mantenido, enriquecido y ahondado a lo largo de más de un siglo en todos los intérpretes de todas las orquestas de todos los estilos, hasta el punto de crear en las formaciones una novedosa atmósfera orquestal marcada no sólo por una textura sonora inédita —creada, como decíamos, por la tímbrica aunada de piano, cuerdas y bandoneón— sino también por una extrañísima constelación de disonancias, golpes, acentos, roces táctiles sobre la madera de los instrumentos o el teclado de los bandoneones, rubatos, síncopas, bordoneos, asimetrías en el fraseo o en la marcación rítmica, glissandos extremos, delicados o violentos pizzicatos…
Todos ellos recursos expresivos que curiosamente armonizaban y le permitían y le permiten a cada músico seguir relacionándose con los demás instrumentos desde un segundo, tercer y hasta cuarto plano, pero ante todo desde una actitud de desenfado y desacartonamiento, ensamblando así más hondamente el sonido de la orquesta hasta generar una barroca conversación de muchos a la vez en la que, no obstante, todo va quedando milagrosamente claro, casi como en los conventillos, aquellas casas populares con muchas habitaciones en las que se alojaban múltiples familias de inmigrantes recién llegadas a la Argentina, superando la capacidad de cada habitación: corralas —o incluso casas de madera y chapa levantadas en las zonas portuarias— en las que convivían numerosas familias de diferentes procedencias mezclando polifónicamente idiomas, acentos, tonos, golpes, llamadas y respuestas, disonancias, salidas de tono… Roberto Mariani, periodista de la época, escribió: «Conviven allí apretujadas seis u ocho familias de las más diversas nacionalidades y costumbres, contradictorias hasta la beligerancia. Italianos, franceses, turcos, criollos». Imperaban la improvisación, el hacinamiento, la falta de servicios sanitarios y la pobreza sin demasiadas esperanzas. Despectivamente, alguien los llamó en la época «la olla podrida de las nacionalidades y las lenguas». En ese crisol relumbró, no obstante, contra viento y marea, la chispa del tango, pero también, a la vez, la del lunfardo, aquella jerga de los inmigrantes que veteaban el castellano con palabras y expresiones no registradas en ningún diccionario y que nacían de mezclar creativa o accidentalmente términos locales criollos, africanos e indígenas poscoloniales con el italiano, el español, el gallego, el bable, el catalán, el francés, el inglés, el portugués, el ruso, el idish y las demás lenguas de los recién llegados.
Casi podríamos decir que la mugre
es a la música porteña
lo que el lunfardo al castellano
rioplatense, un castellano
profundamente veteado por el lunfardo
del mismo modo que la música orquestal
de Buenos Aires está honda y ricamente
veteada por la mugre tanguera
Si la mugre surgió casi de músicos sin formación pero con gran ingenio y sentido lúdico, el lunfardo —aún hoy vibrante en el habla porteña— también nació de la boca de inmigrantes que hablaban como podían una lengua (y en muchos casos un nuevo idioma) que debieron aprender caótica y urgentemente para salir adelante con limitados recursos, pero sin perder la sonrisa: el lunfardo es siempre un deliberado juego con el lenguaje. Así, por ejemplo, el término ‘berreta’, aún muy usado para designar algo de mala calidad, proviene al parecer de los inmigrantes turcos que vendían sus productos en los barrios de Once y Avellaneda llamando la atención al grito de «¡barato, barato!». Como su castellano no era el mejor, lo que se escuchaba era «¡berreta, berreta!». Avispado, el porteño medio no tardó en hacer síntesis creativa y, desde entonces, no sólo algo, sino aun más ‘alguien’ de mala calidad será ya un berreta. «No seas berreta», casi como en España podríamos decir «no seas cutre». De igual modo, el porteño sabe que lo usual es decir «qué mujer más atractiva», pero elige decir «qué mina…»; sabe que un holgazán es un ‘vago’ y que alguien sin domicilio fijo, un ‘vagabundo’, pero elige decirle ‘atorrante’, al parecer porque los grandes caños de desagües pluviales en los que muchos inmigrantes dormían en las zonas costeras de la antigua Buenos Aires llevaban la indicación francesa à torrent, por dar cauce a los ‘torrentes’ generados por las crecidas de los riachuelos que provocaban inundaciones.
Como sea, en aquel crisol relumbró, así, la chispa de unas gentes que —para expresarse (tanto en el habla como en la música)— hicieron creativamente del defecto virtud. Casi podríamos decir por ello que la mugre es a la música lo que el lunfardo al idioma: un abordaje creativo y lúdico de las carencias que unas gentes tenían y a las que supieron convertir en imprevistas riquezas; un alarde de imaginación para gestionar un desconocimiento que acabaron transformando en hondo y original saber en tanto que el castellano rioplatense está profundamente veteado por el lunfardo del mismo modo que la música orquestal de Buenos Aires está honda y ricamente veteada por la mugre tanguera.
Acaso incluso la orquesta típica no sea más que una continuación musical de los conventillos en los que se criaron tantos tangueros, hasta tal punto que en el continuo vaivén de armonías y disonancias que se da en la orquesta típica pervive a la vez otro componente del inmigrante rebelde y los conventillos: el no saber, no poder ni querer estar callado o en silencio. El tener siempre algo para decir, acotar o susurrar por lo bajo. Un continuo murmullo de medias frases o comentarios susurrados por detrás de lo que está intentando protagonizar el foco de atención y escucha. En la orquesta típica, como en el conventillo, siempre hay como un runrún de fondo que embarra y ensucia sutil y armónicamente la frase que relumbra con depurado lirismo. En términos musicales, ese runrún de fondo suele estar sustentado por los modelos de marcación y acompañamiento, tan importantes en la orquesta típica y fundamentalmente comandados por el contrabajo y la sección más grave del piano, que siempre se oyen, aunque pocos los escuchen. Erudita y popular a la vez, el tango, en su complejidad, fue convirtiéndose con las décadas, más que en una música orquestal culta (que también), en una música orquestal noble. Tiene la nobleza de los desclasados decentes, de la gente con códigos, digna y laburante que logró levantar, llena de creatividad e ingenio, una admirable cultura. En la imagen de abajo, uno de los casi 3000 conventillos que había en Buenos Aires a finales del siglo XIX.

Un conventillo de Buenos Aires, a finales del siglo XIX
La mugre acaba creando así en la orquesta típica una suerte de colchón armónico disonante, una especie de continuo a la vez áspero y suave, arrebatado y delicado, grave y ligero, que se da a sentir casi como un murmullo de fondo respecto de la línea melódica que más nítidamente ‘canta’ en primer plano o al unísono con otras secciones de la orquesta y que aleja al tango, definitivamente, del código clásico para hundir orgullosamente sus pies en el suelo de tierra y barro de las clases populares en el que germinó, lejos del mármol de los conservatorios y las academias.
Pese a su carácter disonante, la mugre acaba actuando así como el ‘pegamento’ que une lo escrito con lo ejecutado, armonizando más hondamente el sonido global y que, lejos de ensuciarla, le da brillo, fuerza y carácter a la música del tango, el único género en el mundo que presenta una relación de esta índole en un entorno orquestal clásico, de carácter acústico.
Más presente, ya desde sus orígenes, en lo instrumental que en la danza, la mugre excede por todo lo anterior la mera condición de recurso expresivo o técnico y atesora, siento, la filosofía primera que atraviesa todas las épocas y los estilos de la música de Buenos Aires.
Con esa convicción, y desde una perspectiva no ceñida al paso a dos, al abrazo y a la caminata tradicionales del tango bailado, salgo también yo a la búsqueda de la mugre en la danza contemporánea en una investigación de movimiento sin tesis previas, abierta a lo que la propia exploración alumbre e inspire no sólo en mí, sino, principalmente, en otros.
La mugre actúa como el ‘pegamento’
que une lo escrito con lo ejecutado,
armonizando más hondamente
el sonido global y que, lejos de ensuciarla,
le da brillo, fuerza y carácter
a la música del tango, el único género
en el mundo que presenta una relación tan
antiacadémicamente percusiva
con los instrumentos melódicos
en un entorno orquestal clásico,
de carácter acústico
No me pongo, así, de ejemplo, sino en riesgo en tanto que en ridículo, quizá, a los ojos de muchos. Creo no obstante que, complementariamente al baile en pareja y en ningún caso buscando anularlo, la posibilidad de bailar en solitario es un derecho que el tango no debería excluir y que ha explorado muy poco o nada, sobre todo en ámbitos sociales, fuera de los escenarios. Creo a su vez que el paso a dos ha funcionado durante décadas como un corset que ha impedido una articulación más natural de la danza con la evolución que el género vivió en lo musical y no tanto en el baile y que hoy toca acaso relacionarse en solitario con las grandes músicas que, desde los años 50, han seguido engrandeciendo el género, músicas que, no casualmente, no suelen escucharse en las milongas. Y toca hacerlo —siento— desde una auténtica relación de escucha y libertad formal, dejándonos afectar y reaccionar espontáneamente a sus estímulos sin querer hacer algo nosotros con la música para explorar qué hace esa música que amamos con nosotros, a qué nos mueve y empuja hoy, qué juegos de acción y reacción propone, qué respuestas suscita naturalmente en nosotros más allá de una relación predominantemente regida por el compás y, más aun, por un único tipo de métrica y compás que aún hoy impera, mayoritariamente, en las milongas para facilitar el baile en pareja.
Siento a su vez que es algo que surgirá más naturalmente en Buenos Aires que en ningún otro sitio fuera de Argentina, movilizado por jóvenes que estén creciendo y hayan crecido al amparo de los últimos veinticinco, treinta años en que viene caldeándose una reformulación de la relación contemporánea con el tango a todos los niveles: musical, letrístico, social y político. Me extrañaría mucho que a nivel de movimiento el género no experimentase también una reformulación que lo articulara más hondamente con la música, el tempo, la atmósfera y la textura actuales de la ciudad poniendo a los cuerpos en íntima relación con esas dinámicas. No sé ni imagino cómo serán las milongas del siglo XXI —si se mantendrán como las conocemos, si en ellas acabarán conviviendo el paso a dos con movimientos provenientes de la murga, el candombe, el contact, la danza contemporánea, el hip hop u otras expresiones urbanas o si en las ciudades terminarán coexistiendo espacios diferentes para bailar ceñida o libremente según la filosofía de cada sitio—, pero siento que, mucho más que el compás y un marcato nítido, es quizá la mugre (la energía que en ella vibra) el posible hilo de Ariadna al que seguir para intentar salir —si hubiera una salida, que quizá no la hay— del laberíntico callejón en el que, en muchos aspectos, el tango danza se ha metido, escindiéndose de buena parte de una historia musical que ha corrido en paralelo, sin apenas vasos comunicantes. Creo poder fallar en la propuesta de exploración, no en el diagnóstico, que es el que me ha movido a esta investigación, poniendo yo mismo el cuerpo en el espacio sobre el tapiz del estudio y compartiendo ahora mis derivas e improvisaciones, que no excluyen el fallo, la reiteración involuntaria, las anticipaciones o retrasos accidentales en la reacción. Siquiera para volver más tarde al abrazo desde otra perspectiva, es un viaje que, creo, tiene todo el sentido emprender.
Desde esta perspectiva —y en comparación al menos con lo que la música hizo en el tango—, la danza, creo, exploró poco otros caminos más allá del paso a dos y la caminata en abrazo que venía desde su origen, a finales del siglo XIX. Sí evolucionó, desde luego —y mucho y, en no pocas cosas, maravillosamente— dentro de ese mismo código, agregando creativamente más y más figuras y destreza técnica y acrobática —pienso, por ejemplo, en Stekelman, no en la pirotecnia for export—, pero siempre lo hizo dentro de ese mismo patrón de la caminata en abrazo guiada ante todo por dos o tres únicos tipos de compás, nítidamente acentuados en una métrica no negociable, relacionándose exclusivamente desde ahí sólo con formas y movimientos conocidos, en ningún caso con lo muchísimo que en términos de danza fue pasando desde entonces a nivel mundial ni mucho menos con las nuevas creaciones musicales posteriores a 1945 de las orquestas de Salgán, Gobbi, Goñi, Piazzolla, Rovira, Demarco, entre tantas otras, que, con sus novedades compositivas, invitaban a explorar, también en el baile, tanto como ellos lo habían hecho en la orquestación, tomando incluso gestos, maneras, nuevas tímbricas y elementos rítmicos y compositivos de otros géneros contemporáneos y, aun más, anteriores al tango, de la tradición barroca, clásica y romántica.
Así, aquellas nuevas creaciones de mediados de los 40 (Salgán, Gobbi, Piazzolla) que implicaban un nuevo reto para los bailarines, por sus impresionantes cambios de dinámica, tempo y acentuación dentro una misma obra, fueron siendo apartadas y desaprovechadas como oportunidad para explorar nuevas vías de movimiento desde una escucha real a lo que estaba pasando. Fueron también desaprovechadas para —más que querer seguir haciendo lo mismo de siempre con la nueva música— abrirse a descubrir qué hacía esa nueva música con lo de siempre en los nuevos bailarines, tal y como fue ocurriendo puntualmente en cada época del jazz. Nada lo refleja más ni mejor que el hecho de que una milonga de hoy, a nivel de baile, no difiere en mucho de una de los años 40: en lo que suena y en lo que se baila. No es malo ni bueno ni lo cuestiono. Todo lo que haga bien a las personas y las empuje a moverse, como sea y con lo que sea, en una cultura que lleva a que muchas de nuestras capacidades físicas caigan en desuso entregadas a la automatización y al hiperconfort me parece maravilloso. Y si tiene que ver con el tango —de ayer, de hoy o de mañana—, aún más. Sólo lo describo para enmarcar mejor aquello en lo que, por contraste, trabajo.
Al fin de cuentas, el bailarín
es una suerte de músico más
tocando el instrumento de su propio cuerpo
y que, como cualquier otro
componente de la orquesta,
cumple mayormente una función
de acompañamiento ocupando,
a veces, algún pasaje solista
En cuanto a los acercamientos que ha habido al nuevo tango desde la danza contemporánea —renunciando al abrazo y a la verticalidad continua sobre pies, para explorar la danza de suelo y otras formas y niveles de desplazamiento— han sido casi todas aproximaciones desde un lenguaje neoclásico excesivamente formalizado, más académico que urbano, más ejecutado que bailado, sin el nervio y el temperamento, sin la ‘mugre’ tanguera que rebasan y exudan las orquestas típicas y las mejores formaciones musicales en sextetos, quintetos, tríos, dúos y hasta solos bandoneón, guitarra o piano. Esas aproximaciones han sido realizadas, digamos, por gente más formada en danza que en tango, con más barra de conservatorio que de bar, más bailarines que tangueros.
Así, yo, que no me considero un bailarín (tengo mucho respeto por quienes lo son, y los conozco muy buenos) no estoy aquí con estas impros para lucimiento personal (no tengo tampoco tanto con qué lucir), sino para intentar seguir alimentando un espacio de reflexión en el que quizá alguien con más recursos que los míos recoja el hilo y siga tirando de él. Al fin de cuentas, el tango bailado se mantiene desde su origen sobre cuatro pilares básicos, que beben incluso de su cruza con el candombe: caminata, corte, quebrada (figuras y variaciones) y giro. Rodolfo Dinzel decía incluso que este último —el giro— era el diferencial en el tango, más allá del abrazo, que es, desde luego, el que lo cambia todo y separa ya decisivamente al tango de la danza urbana uruguaya.
El abrazo, de hecho, es el que también lo complica admirablemente todo: de esa imposibilidad de soltarse de la otra persona con la que se baila nacen todas las maravillas —únicas en el baile en abrazo— del tango danza, del mismo modo que, de la ‘imposibilidad’ autoimpuesta de contar con instrumentos percusivos (que, en la separación de bienes, el candombe se llevó para Montevideo), nacieron todas las maravillas expresivas —únicas también en la música universal— de la orquesta típica. De hecho, nunca la ausencia —y subrayo lo de ‘ausencia’— de percusión había sido tan rítmicamente fértil en un género: no es descabellado pensar que los primeros tangueros fueran orgullosamente conscientes de esa pérdida, ya que en sus orígenes, en ese cruza de la que el tango nace con el candombe, la percusión existía. Y al ser tan centralmente identitaria en el candombe, el tango buscó y consiguió suplirla extrayéndole a los instrumentos melódicos una increíble cantidad de recursos percusivos, inéditos en la historia de la música. El tango, en gran parte, es también lo que es por su originalísimo tratamiento rítmico y percusivo de los instrumentos melódicos.
Así como se puede ser
absolutamente tanguero sin fueye
—como lo demuestran Salgán-De Lío,
Hugo Díaz, Guerrero-Scalerandi
o Cuerdas del Plata—,
introducir en el baile ‘la ausencia de abrazo’,
bailando en solitario,
tampoco debería marcar el final de nada
ni ser considerado una herejía
Sea como haya sido, hubo, sin embargo, un día en que alguien, en la música, probó a introducir una batería u otros instrumentos percusivos en el tango y no fue el fin del género. No lo hizo, por cierto, pioneramente Piazzolla: fueron Canaro, Lomuto, Fresedo. Más tarde, Mores. Directores no sospechosos de nada. De igual modo, introducir en el baile ‘la ausencia de abrazo’ —para, entre otras cosas, bailar en solitario— tampoco debería marcar el final de nada ni ser considerado una herejía. Así como el tango no es ni deja de serlo por estar o no escrito en 4/4 ni acentuado de una ni de otra manera, el tango bailado no es ni deja de serlo por el abrazo.
Incluso también la introducción del bandoneón, como la del abrazo, lo cambió todo en la música. Sin embargo, se puede ser absolutamente tanguero sin fueye, como lo demuestran, entre tantísimos otros, Salgán-De Lío, Hugo Díaz, el Quinteto Ventarrón, el Cuarteto La Púa, el dúo Guerrero-Scalerandi o la orquesta Cuerdas del Plata, por mencionar algunos de los muchísimos maravillosos ejemplos posibles.
A mi manera (y me pongo de ejemplo porque soy lo que más a mano tengo y conozco desde dónde trabajo), no me aparto de ninguno de los cuatro pilares sobre los que el tango danza se levanta y que mencionaba más arriba: caminata, corte, quebrada y giros. Los hago a mi manera, incorporando la horizontalidad y el suelo, la verticalidad no exclusiva a los pies, el juego de torso, cabeza y miembros superiores liberados del abrazo, pero esos cuatro pilares se mantienen. A la vez, mientras el tradicional tango danza baila con el foco casi exclusivamente puesto en el ritmo, en el compás, el tempo —así se aprende en clases y así se baila en las milongas (de ahí también su casi fundamentalista rechazo a todo tango que no tenga una marcación fija o lo suficientemente nítida por fluctuante que sea)—, intento que en mis improvisaciones el foco de escucha y relación con las músicas amplíe su rango de atención a otros elementos orquestales y hasta metamusicales, como pueden ser el temperamento, el nervio, la energía, la dirección y la dinámica con el que los músicos atacan o apenas rozan las frases, las notas, los acordes.
Sea como haya sido, hubo, sin embargo, un día en que alguien, en la música, probó a introducir una batería u otros instrumentos percusivos en el tango y no fue el fin del género. No lo hizo, por cierto, pioneramente Piazzolla: fueron Canaro, Lomuto, Fresedo. Más tarde, Mores. Directores no sospechosos de nada. De igual modo, introducir en el baile ‘la ausencia de abrazo’ —para, entre otras cosas, bailar en solitario— tampoco debería marcar el final de nada ni ser considerado una herejía. Así como el tango no es ni deja de serlo por estar o no escrito en 4/4 ni acentuado de una ni de otra manera, el tango bailado no es ni deja de serlo por el abrazo.
Incluso también la introducción del bandoneón, como la del abrazo, lo cambió todo en la música. Sin embargo, se puede ser absolutamente tanguero sin fueye, como lo demuestran, entre tantísimos otros, Salgán-De Lío, Hugo Díaz, el Quinteto Ventarrón, el Cuarteto La Púa, el dúo Guerrero-Scalerandi o la orquesta Cuerdas del Plata, por mencionar algunos de los muchísimos maravillosos ejemplos posibles.
A mi manera (y me pongo de ejemplo porque soy lo que más a mano tengo y conozco desde dónde trabajo), no me aparto de ninguno de los cuatro pilares sobre los que el tango danza se levanta y que mencionaba más arriba: caminata, corte, quebrada y giros. Los hago a mi manera, incorporando la horizontalidad y el suelo, la verticalidad no exclusiva a los pies, el juego de torso, cabeza y miembros superiores liberados del abrazo, pero esos cuatro pilares se mantienen. A la vez, mientras el tradicional tango danza baila con el foco casi exclusivamente puesto en el ritmo, en el compás, el tempo —así se aprende en clases y así se baila en las milongas (de ahí también su casi fundamentalista rechazo a todo tango que no tenga una marcación fija o lo suficientemente nítida por fluctuante que sea)—, intento que en mis improvisaciones el foco de escucha y relación con las músicas amplíe su rango de atención a otros elementos orquestales y hasta metamusicales, como pueden ser el temperamento, el nervio, la energía, la dirección y la dinámica con el que los músicos atacan o apenas rozan las frases, las notas, los acordes.
Acaso el tango no sea más
que una eterna pregunta sin respuesta
que es preciso reformularse una y otra vez
y, aun más, saber habitarla
sin la tentación de cerrarla nunca
con una respuesta definitiva.
Hemos visto cambiar demasiado al tango
desde su origen como para creer que
podríamos legar alguna conclusión válida
No estoy así aquí con estas impros, como decía, para lucimiento personal —estas improvisaciones son material de obra, con mucho ripio, falta de limpieza formal, reiteraciones no deliberadas, fallos técnicos, etc, y mayormente no soporto volver a verlas—, sino para seguir alimentando una reflexión en torno a estos asuntos y difundiendo a la vez, entre quienes no conocen el tango o tienen de él sólo una visión estereotipada, las maravillosas músicas con que los músicos y las orquestas contemporáneas siguen explorando y enriqueciendo el género.
Así, casi es deber tanguero hacerlo todo con menos miedo y conservadurismo y sí, en cambio, con más riesgo y apertura: esto —ante todo esto— hizo inmenso y hondo (como un océano o el cielo) al tango, un género al que, desde su origen, hemos visto cambiar muchísimo como para creer que podríamos sacar conclusiones definitivas: de Maglio y Arolas a Salgán y Gobbi, de Piazzolla y Pugliese a Peralta y Gallo hay auténticos big bangs de distancia y, gustos personales aparte, todos son profundamente tango. Sólo esa actitud de insobornable apertura sigue y seguirá nutriendo al género. El día que una generación completa de tangueros crea estar en posesión de todas las respuestas y no se haga ya, una y otra vez, la pregunta «qué es el tango», ese día (por suerte inverosímil) el género sí estará quizá en cierto peligro, ya que acaso el tango no sea más que una eterna pregunta sin respuesta que es preciso reformularse una y otra vez y, aun más, saber habitarla, soportar esa pregunta siempre abierta sin la tentación de cerrarla con una respuesta definitiva. Allá vamos.
Un instrumento de música sacra ‘profanado’ por el lumpen
Los historiadores coinciden en señalar que el tango argentino nació primero como baile y sólo después como género musical. Desde mediados del siglo XIX, la mezcla de estilos que las poblaciones mestizas de Buenos Aires y Montevideo bailaban fue impulsando así una progresiva transformación musical que se correspondiera con ese cruce de danzas de diversas procedencias que las clases populares de aquellos puertos bailaban y que acabó llevando a la creación del tango, ya también como género musical, en la última década del siglo XIX. Una música, inicialmente, de acompañamiento —y, más que una verdadera música, casi un ritmo popular básico, como hoy podría ser una base de reggaeton pura— al servicio de una danza particular.
Por entonces —entre 1885 y 1895— la agrupación musical más frecuente para acompañar esa danza rioplatense se conformaba de guitarra, violín y flauta, instrumentos portátiles para tocar ante audiencias reducidas en espacios cerrados. En los años siguientes —años aún de prototangos, más que de tangos tal y como los conocemos—, la flauta fue desapareciendo mientras se integraba el piano, al menos en algunas academias de baile, como instrumento de acompañamiento. Y poco después, hacia 1910, la introducción crucial del bandoneón en las primeras formaciones alteró rítmica, tímbrica y expresivamente el género, que pasó de un compás de 2×4, predominantemente en tonalidad mayor, más festivo y ligero, al ya clásico 4×4, más denso y abierto, por el propio bandoneón, a las tonalidades menores. Ese instrumento alemán, en manos de nostálgicos inmigrantes italianos y españoles, se convirtió en el corazón y motor de los primeros conjuntos y sextetos que acabarían llevando a las orquestas típicas, conformadas por un piano, dos o más bandoneones, dos o más violines, contrabajo y, aleatoriamente, también un cello, una viola, una guitarra.
El bandoneón
—’descendiente’ de la concertina
con la que se ejecutaban piezas sacras
para órgano en las iglesias
que no contaban con uno—
abrió al tango tímbrica, armónica
y contrapuntísticamente
a un desarrollo impensable
en sus orígenes
El bandoneón —’descendiente’ de la concertina con la que se ejecutaban piezas sacras para órgano en las iglesias que no contaban con uno o, fuera de ellas, en las procesiones de los cortejos fúnebres por la Sajonia y la Bavaria de comienzos del siglo XIX— abrió así al tango tímbrica, armónica y contrapuntísticamente a un desarrollo impensable en sus orígenes, un desarrollo que la danza, a mi entender, no acompañó con el mismo nivel de adecuación que la música había brindado al baile en los inicios del género. Así, a partir de los años 20, una vez que el tango fue socialmente aceptado y reconocible como nuevo género gracias a Gardel, Greco, Maglio, Espósito, Firpo, Arolas, Bardi, Canaro, Santa Cruz, Cobián o Fresedo, y pasó desde los arrabales pobres en que se hacinaban los inmigrantes europeos al ámbito urbano de las clases medias que antes lo consideraban obsceno y prostibulario (1) —una expresión pseudoartística vulgar, propia del lumpen—, la danza se mantuvo en su nivel jerárquico de ser la que llevaba la voz cantante o imponía las reglas o los límites musicales del género, definidos ante todo por la marcación de un compás nítido y sin apenas cambios, casi reiterativo, que relegaba a los instrumentistas al mismo rol, un tanto secundario, del acompañamiento.
Baile de masas
Es importante, desde luego, no descontextualizar todo aquello y recordar que el tango —además de un baile que se inició, es verdad, marginalmente en los lugares de reunión, almacenes, milongas, cantinas y prostíbulos orilleros de Montevideo y Buenos Aires—, era o acabó convirtiéndose en un baile de masas, en un dispositivo de interacción social, en la excusa con la que, durante la primera mitad del siglo XX, varias generaciones rioplatenses podían conocerse en los clubes bailables, en los que una danza como esa —en la que es preciso caminar abrazando a otra persona— exigía por fuerza un cierto orden de circulación que evitara choques y tumultos e hiciera posible la convivencia de tantas parejas bailando a un mismo tiempo en la misma pista. Fijar una dirección —circular—, un sentido —en contra de las agujas del reloj— y un ritmo al que avanzar —marcado por el compás nítidamente acentuado por las orquestas— fue haciéndose más que necesario en esa pequeña sociología que acontecía en cada uno de los clubes de barrio a los que los porteños de los años 20, 30 y, fundamentalmente, 40 y 50 acudían en masa, para no hablar ya de los carnavales que, durante siete noches, congregaban a millares de personas en los principales teatros y clubes sociales y deportivos de la capital, con orquestas de hasta más de cuarenta ejecutantes y nutridas filas de bandoneones y violines en los tiempos en los que aún no existían los amplificadores de sonido. [En las imágenes de abajo, la Orquesta de Edgardo Donato y Roberto Zerrillo, en 1930; la de Francisco Canaro en el Luna Park, en 1946, y una multitudinaria milonga en uno los carnavales de los años 60 en Rosario, Santa Fe].
Los carnavales de la primera
mitad del siglo XX
congregaban a millares de personas
en los principales teatros y
clubes sociales y deportivos de la capital,
con orquestas de hasta
más de cuarenta ejecutantes
Una danza como la del tango
—en la que es preciso caminar
abrazando a otra persona—
exigía por fuerza un cierto orden
de circulación que evitara choques y tumultos
e hiciera posible la convivencia de
tantas parejas bailando a un mismo
tiempo en la misma pista
Podía no gustarle, pero esta dinámica la entendía hasta Astor Piazzolla, erróneamente considerado como el ‘enemigo’ del tango bailable y que tocó en infinidad de palcos y clubes desde finales de los años 30. Otra cosa distinta y susceptible de ser analizada es el nivel de exploración que, en consonancia con el de la música, el tango bailado podría haber tenido a partir de los años 40, ya no sólo como danza de escenario, si no también de salón, sin dejarse definir ya tanto ni de forma exclusiva por las mismas razones sociales —que no musicales ni eminentemente dancísticas— que lo habían creado y consagrado en sus inicios. El jazz lo hizo, llegando a desarrollar casi tantos estilos de danza como corrientes musicales fueron surgiendo.
Así, danza y música —en gran medida— volvieron a escindirse gradualmente más y más hasta llegar a la confrontación abierta tras la irrupción de Astor Piazzolla. No, como suele creerse, con su orquesta de 1946, que tuvo el mismo desarrollo laboral y mediático de las mejores orquestas de la época, sino a partir de la irrupción de su Octeto de 1955, rechazado y repudiado, entonces sí, por los clubes bailables y las milongas y atacado por gran parte de la prensa. Comento, no obstante, lo de la orquesta del 46 porque no hay que olvidar que, aunque desde la amistad, la admiración, la gratitud y el respeto mutuo que siempre se tuvieron, uno de los primeros ‘censores’ de Piazzolla —‘censores’, en este caso, con muchas comillas— fue el propio Aníbal Troilo, que (no sin cierta razón) tachaba buena parte de las innovaciones que, como arreglador, un jovencísimo Piazzolla proponía introducir en su orquesta, la más exitosa de los años 40 y más allá (la brillante actividad de Troilo llega hasta los años 70); una orquesta con un maravilloso y depurado estilo que ya era en sí profundamente evolucionista y revolucionario. Lo de Astor, en cambio, un paso por delante, era, sin más, rompedor. Maravilloso, pero rompedor; sobre todo a partir del Octeto del 55, aunque hubo otros muchos factores que motivaron el rechazo que recibió, como ya veremos. En cualquier caso fue justamente esa imposibilidad de expresarse tanto como él deseaba lo que principalmente llevó a Piazzolla a abandonar la orquesta de Troilo en 1944, tras cinco años en sus filas, a sus 23, algo que acaso ningún músico joven hubiera hecho entonces a menos que tuviera en su cabeza una hoja de ruta como la de Astor: en los 40 Troilo marcaba el techo del género; sólo querer ir más allá podía llevar a alguien lejos de su fundamental orquesta, en la que, además, Piazzolla había estrenado sus primeros tangos, producidos por el propio Troilo. En la imagen de abajo, se los ve juntos —Troilo sentado, Astor de pie— durante la grabación de Volver y El motivo para la RCA Víctor en 1970, cinco años antes de la muerte de Pichuco, tras la cual Piazzolla terminó de componer los cuatro movimientos de la sentidísima y bella Suite troileana.
Así, a partir de 1955, desde los clubes bailables y la crítica especializada se decía que la música de Piazzolla no era tango. La explicación: no se la podía bailar. O no al menos como tradicionalmente se la bailaba en las milongas y los clubes de barrio. Piazzolla introdujo —entre otras muchísimas cosas— acentuaciones y subdivisiones que (lo subrayo) parecían no casar del todo con el compás (4×4) y la marcación más utilizados por las orquestas que triunfaban en los bailables. Astor modificó, de hecho, por primera vez algo que casi nadie antes había alterado tanto en el tango: la métrica. No al menos de una manera tan nítida y recurrente como él lo hizo hasta convertir ese cambio en seña de identidad. Para entenderlo, hay que diferenciar el ritmo de la métrica, que suelen ser confundidos.
Una revolucionaria métrica
El ritmo atañe a la duración de un compás, a la frecuencia o el intervalo de tiempo con el que ese compás —ese lapso de pulsos acentuados y átonos, convertidos en audibles o puestos en silencio— reaparece y se repite. La métrica, en cambio, atañe a las posibles subdivisiones de esa misma duración en unidades de tiempo más pequeñas que las que en principio rigen el compás. Así, sin abandonar los cuatro tiempos de negra de cada compás del tango tradicional (4×4), Piazzolla decidió subdividir esas cuatro negras en ocho corcheas, con lo que obtuvo, dentro del mismo lapso temporal, ocho unidades de tiempo más breves representadas por esas corcheas. Y en lugar de acentuarlas siguiendo otra vez un patrón binario —con un acento cada dos corcheas o cada cuatro, con lo que no produciría un gran cambio sonoro—, pasó a acentuarlas siguiendo un patrón ternario, marcando un acento cada tres corcheas, empezando por la primera, lo cual produce por fuerza una asimetría o arritmia, ya que al no tener nueve sino ocho corcheas, sólo entre las seis primeras podía acentuar una cada tres. La tercera corchea acentuada tiene inevitablemente un intervalo menor, de una corchea menos, respecto de la siguiente a acentuar, que ya es la primera del siguiente compás. Así, el compás posterior siempre parece llegar un poco antes. Ese pequeño adelantamiento, esa aceleración o respingo en el marcato es el famoso 3+3+2, que acaba por introducir un matiz ligeramente irregular dentro de un ritmo que, globalmente, sigue siendo regular. [Podéis verlo mucho mejor explicado por el gran Ignacio Varchausky en el magnífico Concierto Didáctico El estilo de Piazzolla del ’46, hacia el minuto 30 del vídeo de aquí abajo].
Este 3+3+2 es algo que, desde luego, no inventó Piazzolla. Además de que proviene de la milonga campera y las diversas décimas latinoamericanas, él mismo contó muchas veces que esa marcación (muy antigua) ya le llamaba la atención en su infancia, cuando la escuchaba con frecuencia en Nueva York, cerca de donde él vivía, en Little Italy, en las bodas del barrio judío, en canciones populares hebreas que emplean esa marcación. Y dentro del contexto del tango, el 3+3+2 ya se venía utilizando también desde los años 20 en formaciones como las de Julio De Caro, Elvino Vardaro o Pedro Laurenz, pero más como un recurso polirrítmico, como un elemento musical más que podía o no aparecer esporádicamente dentro una globalidad orquestal regida por un 4×4 fluctuante pero claramente marcado, como ocurría incluso en la orquesta del propio Astor de 1946 y otras de la época. El gran cambio con Piazzolla —cuya música, no hay que olvidarlo, es fuertemente rítmica y ‘percusiva’— es que él convirtió el 3+3+2 en la marcación motora, nítidamente frontal de sus conjuntos, especialmente a partir de 1960 con sus sucesivos quintetos y demás formaciones, en los que lo esporádico pasa a ser que alguien marque los cuatro tiempos de negra que no obstante, pese a no ser acentuados a la manera tradicional, siguen ahí en muchas de sus composiciones. De esta manera, su música, familiar pero extraña, acababa sonando novedosamente diferente y, al no poder ser bailada como tradicionalmente se hacía, lo suyo —se sentenció— no era tango. En especial porque al acentuar en hasta tres corcheas por compás, Piazzolla terminaba de descoyuntar una danza que, en su variante más tradicional y aceptada, ya venía marcada por un destiempo entre bailarines y orquestas: los bailarines cuentan de ocho en ocho lo que los músicos de cuatro en cuatro y se mueven generalmente contando como tiempos de blanca lo que en verdad son negras. Encaja, porque el marcato es simétrico y, como decíamos, sigue un patrón binario, pero, en términos de ritmo puro, van, si se quiere, a destiempo. Esa decisión tiene, desde luego, importantes razones expresivas: los pies de los bailarines no pueden moverse a la velocidad de los dedos de los músicos (ni en tango ni en casi ninguna otra danza); pese a ello, es importante que puedan expresar cambios de ritmo y aceleraciones, en este caso, bailando como negras lo que en verdad sean corcheas o incluso (algunos podrán hacerlo) como corcheas lo que en rigor sean fusas, una dificultad añadida en un paso a dos con abrazo y sin la posibilidad expresiva que darían, libres, los propios brazos, las manos, las cabezas y los torsos, entregados en el tango a una expresividad deliberadamente contenida que se libera y revela en todo su esplendor de la cintura para abajo. Así, al introducir un cambio de métrica y una asimetría con un patrón ternario, Piazzolla, claro, en ese contexto, era dinamita pura, pero como lo era la Buenos Aires de 1955 respecto de la de 1910, para no hablar ya de la Nueva York de esos mismos años, dos potentes capitales imbuidas en una nueva dinámica social que Astor, como gran tanguero y amante de la cultura rioplatense, creyó, con acierto, que debía dar a sentir en su música.
Muchas veces se suele a la vez quitar también de la ecuación el importantísimo, incluso crucial papel que lo biográfico juega en cualquier elección estética: Piazzolla había nacido con un pie torcido y sufrido todo tipo de intervenciones terapéuticas —alguna cirugía incluso— para llevar ese pie a la posición normal, ninguna de las cuales logró salvarlo de una cojera que arrastró toda su vida. Su propio hijo, Daniel Piazzolla, ha reconocido que ese problema es lo que más fuerte había hecho a su padre, en adelante rebelde, para lo bueno y lo malo, ante cualquier intento de normalización. Así, por políticamente incorrecto que pudiera resultar enunciarlo, no podemos pensar ni vivir más que desde el cuerpo en el que nos encarnamos, y sus limitaciones, como sus potencialidades, brindan a veces impensables perspectivas. No es disparatado especular por ello que algo quizá del ritmo vital de Astor, de su propio desplazarse por la vida era ya en sí asimétrico. Con la pena de su malformación congénita, a Astor se le dio también un don, que él supo reconocer y por el que luchó con alma y vida, y de su padecer nació una pasión que estremece. «Mil veces choqué contra una pared —dejó en sus Memorias— y mil veces me levanté. Por eso soy Astor Piazzolla». Hasta tal punto agitó el género que quien pasó incluso a estar de pie fue él en el escenario —con su característica y notoria manera de no tocar sentado como los demás bandoneonistas— mientras en el aforo su público —a diferencia del de las milongas y los clubes— permanecía quieto en las sillas, sin perder detalle, pura concentración y escucha.
Hasta tal punto agitó el género Piazzolla
que quien pasó a estar de pie fue él
en el escenario —con su novedosa manera
de no tocar sentado como los demás
bandoneonistas— mientras en el aforo su público
—a diferencia del de las milongas y los clubes—
permanecía quieto en las sillas, sin perder detalle,
pura concentración y escucha
Caricaturizando un poco la situación para ser más gráficos, podríamos decir también que, en la cabeza de Piazzolla, las orquestas típicas que triunfaban en los bailables se reducían —unas más que otras— casi al rol de los organilleros italianos que recorrían antiguamente los arrabales difundiendo el nuevo género y permitiendo que los hombres pudieran de algún modo ensayar entre ellos, en la calle misma, los pasos que luego ejecutarían en las milongas. Esas orquestas, por bien que hicieran muchas cosas que hasta el mismo Piazzolla reconocía, disfrutaba y replicó en su obra, representaban mucho de lo que él sentía que debía ser musicalmente expandido, explorando nuevos lenguajes y, como el propio Astor dijera con algo de exageración, «manteniendo en la base el espíritu del tango, pero poniéndole de una vez buena música en serio encima». Eso, para él, incluía introducir largos solos de contrabajo (como los que acaso tachaba Troilo para mantener el trabajo en los clubes bailables) o desarrollar suites, fugas, conciertos de estructura clásica y crear fusiones con otros géneros, incluyendo la música electrónica, como llegó a hacer en los 70, o nuevos timbres y texturas sonoras, propias del presente que vivía y con el que siempre buscó vincularse con el corazón innegociablemente puesto en Buenos Aires, consciente de que acaso el tango consista siempre, en cada época, en entonar un entorno.
Piazzolla —de tan innovador— se ‘inventó’
hasta los coreógrafos del género
que fueron más allá de la caminata en abrazo,
empezando, desde luego, por Ana Itelman,
la primera en coreografiar su música y
en incorporar no sólo el tango en la danza
moderna y contemporánea, sino en introducir
la danza teatro en la Argentina
y formar a varios de los que serían luego
destacados coreógrafos del país
Con De Caro y Vardaro se inició una corriente
musical de tango ya no sólo de salón, sino también
de escenario, de pentagrama y atril, que maduró
con Piazzolla, más Troilo, Pugliese, Gobbi, Salgán.
Desde el movimiento, sólo se podía responder
a ello con una danza que también fuera de escenario
y que asumiera incluso replantearse el paso a dos
y explorar fuera de él. Como dejó Pugliese: «Digan lo
que digan de él, Piazzolla nos obligó a estudiar a todos»
Parece hoy ya increíble, pero Piazzolla recordaba —se veía surrealistamente obligado a recordar— algo más que obvio y que ya los fundamentales Julio y Francisco De Caro venían defendiendo desde mediados de los años 20: la música no es sólo para ser bailada, sino también, antes que nada, para ser escuchada. Este —el de la escucha— es quizá, de hecho, el gran motivo del conflicto que durante mucho tiempo existió entre dos públicos bien diferenciados que, al oír un mismo tango, escuchaban en él cosas diferentes: uno —el de los bailables—, celebraba que el compás estuviera nítidamente marcado, aun al precio de que muchas composiciones pudieran resultar, a oídos de otros, un tanto monótonas y previsibles; el otro público —el de los conciertos, el público ‘oyente’—, celebraba, en cambio, que la estructura orquestal tanguera, esa pequeña sinfónica rioplatense con una sonoridad y un timbre únicos en el mundo, estuviera al servicio de la excelencia musical y la creatividad en obras sorprendentes, imprevisibles, conmovedoras y complejas en las que la marcación del ritmo fuera sólo uno —y no el principal— de los elementos compositivos; unas obras que luego quien quisiera las bailara ‘rompiéndose la cabeza’ o implicándose creativamente como lo habían hecho los compositores, pero que antes debían aspirar a ser buena música, a la altura de la de Ravel, Debussy, Gershwin, Count Basie o Stravinsky. Como suele ocurrir, cada uno de estos públicos tenía razón, pero, como suele ocurrir también, a la tolerancia y la pacífica convivencia se impuso el enfrentamiento. La fecha en que todo ocurre ayuda tal vez a entender por qué.
En 1955, año en que irrumpe el revolucionario Octeto de Piazzolla, las potencias triunfantes de la Segunda Guerra Mundial llevaban una década recuperando músculo financiero y empezaban a influir nuevamente en la cultura occidental a través de su potente industria discográfica y audiovisual. Si entre 1914 y 1945 —con el crack del 29 como bisagra— habían estado centradas en su propia supervivencia y su producción cultural había disminuido en términos de industria exportadora, a partir del 55 se inició un bombardeo cultural, marcado icónicamente por la irrupción de Elvis Presley y todo lo que surgió con él, en Estados Unidos y en cada uno de los países donde otros jóvenes se fueron subiendo a esa nueva ola que vulneró directamente a los bailables, que, aunque siempre habían convivido con las típicas jazz sin que estas afectaran al tango, veían que aquello era distinto y que los jóvenes de esos años empezaban a mostrarse más atraídos por lo que llegaba desde Memphis y, algo después, desde Liverpool que por lo que venía desde Pompeya y el Abasto. El tango —quienes lo pasaban por alto lo descubrieron— era, además de cultura y estética, economía. El mercado —en especial, el de los bailables— se achicaba así, sensiblemente, con la creciente deserción de los nuevos jóvenes, reduciendo en igual medida el espacio para la tolerancia de aquello que no fuera lo que hasta ayer había funcionado: cualquier idea de cambio estético sintonizaba con el cambio que el mercado empezaba a sufrir y, por lo tanto, era enemigo de lo anterior. El terreno para el enfrentamiento estaba más que abonado.
Desde los bailables, donde el tango siempre
había convivido con las típicas jazz sin
que estas lo afectaran, veían que aquello
era distinto y que los jóvenes de esos años
empezaban a mostrarse más atraídos por lo que
llegaba desde Memphis y, algo después, Liverpool
que por lo que venía de Pompeya y el Abasto.
El tango (quienes lo pasaban por alto lo descubrieron)
era, además de cultura y estética, economía
Ahora resulta tal vez más sencillo analizarlo, entonces no tanto. Y se buscaban razones que explicaran por qué los bailables y el tango, de pronto, empezaban a perder afectos: las orquestas siempre habían convivido con otros géneros y expresiones sin que eso supusiera un problema. No era a su vez ese el primer bache del género. Ya había habido uno al inicio de los años 30, tras el crack del 29, y se había salido en el 35 con la irrupción de D’Arienzo, el rey del compás que inyectó, literalmente, nueva energía al género, adoptada y adaptada por las demás orquestas que, desde los bailables, las discográficas y las radios, doraron las dos siguientes décadas, no sólo por motivos musicales, como a veces se simplifica, sino por una creciente demanda robustecida por la masa social de la inmigración interna que en aquellos años llegaba desde las provincias y los países limítrofes y se asentaba en gran parte del conurbano porteño. Hay quienes no obstante han optado por quedarse con la idea de que D’Arienzo y las demás orquestas de línea tradicional —las muy bailables De Angelis, Biagi, D’Agostino, Tanturi, etc— salvaron entonces al tango tras la influencia evolucionista de De Caro que llevó a todo lo demás. Es un modo de verlo, a mi entender, parcial.
Como sea, buscando así entonces causas del creciente desbande ya algo perceptible en el 55 se encontró una en la capa más superficial del problema —la musical— y un responsable: Piazzolla. Y como él tampoco se callaba —era un bocazas divino que las devolvía con bala—, casi acabó confirmando con sus respuestas que él, en efecto, era el motivo de una crisis en verdad social, cultural y política mucho más compleja y profunda, sintomatizando, como no podía ser de otro modo, también en el tango. Hay que ser (siento) un tanto ingenuo para creer que un solo músico con un simple cambio de métrica en un compás musical podía desterritorializar toda un sociología de décadas. Los procesos, lamentable y afortunadamente, suelen ser más lentos y multifactoriales. Piazzolla iniciaba entonces el suyo, al igual que Pugliese, Salgán, Gobbi, Leopoldo Federico y hasta Troilo, muy distinto a partir de los 50 a sus registros de los 40. Esos procesos también duraron décadas y dieron sus frutos: desde Gardel, nadie como Piazzolla contribuyó más a la universalización del tango. Ni Biagi ni Lomuto ni Di Sarli ni D’Arienzo ni Tanturi: Piazzolla. El mismo Piazzolla que ha sido y es, incluso, la puerta de entrada a todas las demás orquestas para infinidad de nuevos tangueros nacidos después de los años 70, que, interesados en él y su música, descubrieron y aún hoy descubren de su propia boca a intérpretes a los que Astor admiraba y a los que siempre nombró con gratitud y respeto: Vardaro, De Caro, Troilo, Gobbi, Pugliese, Salgán, Lauro, Caló, Francini, Pontier, Arolas, Maffia, Laurenz, Gardel, Bardi, Joaquín Mora y un sinfín de gente a la que había tratado o de la que había tocado incluso sus tangos. Más aun: desde los años 50, nunca había habido tantos bandoneonistas en el mundo como en la actualidad y —spoiler— no ha sido gracias a Eladio Blanco, con todo mi aprecio para él (por eso lo menciono). Ni siquiera gracias a Troilo, que ya es decir.
Horacio Ferrer ha contado cómo Troilo,
ante la partitura de Adiós Nonino, le dijo:
«¿A vos te parece… tantas notas
para decir ‘Adiós, papá’?».
Es una hermosa ocurrencia que merece
ser dicha: aunque el propio Troilo no creyera
en ella, ya que, con igual sarcasmo,
se podría decir también de Responso:
«Tantas notas para decir: ‘Adiós, Homero’…»
No hay que olvidar, además, que el compadreo, la retranca, la canchereada, el sarcasmo y el desdén —menos por querer hacer realmente daño al otro que por no dejar pasar a veces la ocurrencia verbal— son eminentemente tangueros, lo que en momentos como aquellos, de auténtica preocupación por el futuro del género, tampoco ayudaron al entendimiento. El propio Horacio Ferrer ha contado, por ejemplo, cómo Troilo —el Flaubert del tango, amante del ‘término justo’ y de la goma de borrar que, al quitar, suma— le dijo ante la partitura de Adiós Nonino: «¿A vos te parece… tantas notas para decir ‘Adiós, papá’?». Es una hermosa ocurrencia que merece ser dicha, aunque el propio Troilo no creyera en ella, ya que, con igual sarcasmo, se podría decir también de Responso: «Tantas notas para decir: ‘Adiós, Homero’…». Troilo dijo eso, además, en privado, no en público, y a uno de los mejores amigos de Piazzolla, como se lo habría dicho incluso al propio Astor para reírse los dos. Aunque quién sabe, que es también sabido que a Astor le gustaba hacer bromas, pero no recibirlas… (2).
Retomando lo anterior, con De Caro y con Vardaro se inició, en resumen, una corriente musical de tango ya no de salón, sino de escenario, de pentagrama y atril, que, además de introducir auténticas orquestaciones, instauró un diferente modelo de acompañamiento y acentuación desde el piano y un fraseo bandoneonístico más personal, más rubateado y menos simétrico en términos rítmicos: Laurenz, Maffia, Ciriaco y Troilo son pioneros en ello. Esta corriente musical maduró y se cristalizó radicalmente con Piazzolla, aunque en paralelo e igual medida con otros arregladores de Troilo —Artola y Galván— más las orquestaciones propias de Pugliese, Salgán y Gobbi, con propuestas tanto o más complejas y osadas que las de Astor, pero, de inicio, menos radicales para el oído del público de los bailables. En cualquier caso, desde el movimiento, sólo se podía responder a estas innovaciones con un tango danza también ya no sólo de salón, sino de escenario, o uno que se adecuara a la evolución musical que algunos compositores proponían en ciertas orquestas y que asumiera incluso la posibilidad de explorar más allá del abrazo, la caminata y el paso a dos. Sin quitarle mérito a la creatividad de quienes fueron depurando el paso a dos del tango bailado —del Negro Navarro a Miguel Ángel Zotto, pasando por el Cachafaz, el Vasco Orradre, Petróleo Estévez o los Dinzel (3)—, Piazzolla, de tan innovador, se ‘inventó’ hasta los coreógrafos del género que fueron más allá del patrón original del baile, empezando, desde luego, por Ana Itelman [en las imágenes de arriba], la primera en coreografiar su música y en incorporar no sólo el tango en la danza moderna y contemporánea, sino en ser una de las pioneras de la propia danza contemporánea y del teatro danza en la Argentina tras integrar el núcleo de bailarinas de Miriam Winslow, la valiente norteamericana y nunca del todo reconocida como merece que introdujo la danza moderna en el país y del que también saldrían importantes formadoras como Cecilia Ingenieros, Paulina Ossona, Renate Schottelius, Luisa Grimberg o Élide Locardi, que, como Itelman, formaron a varios de los que serían más tarde los principales coreógrafos y directores del país. Una vez más, un grupo de mujeres abriendo caminos en el mundo de la danza. Así, entonces, como dejó Pugliese: «Digan lo que digan de él, Piazzolla nos obligó a estudiar a todos».
Al ver el arreglo que Piazzolla había escrito
de Inspiración, Troilo le dijo: «No, Gato,
la gente paga la entrada para bailar,
no para escuchar». No obstante, su orquesta
lo estrenó en los carnavales de 1943.
El público, de pronto, dejó de bailar y
se puso a escuchar; después, aplaudió
sentidamente. «¿Vio, Gordo? —le dijo Astor—.
La gente viene también a escuchar»
En este sentido de la confrontación entre el tango para ser bailado o escuchado, es muy conocido lo sucedido en 1943 con el arreglo que Piazzolla escribió para la orquesta de Troilo del tango Inspiración, de Peregrino Paulos, una composición de 1918, de la llamada Guardia Vieja, anterior a la primera revolución musical de Julio De Caro. Hacia la mitad de la pieza, Piazzolla se arranca con un solo del cello, instrumento que ya Fresedo había incluido en sus formaciones y que por esa época también Troilo, novedosamente, había decidido incorporar a su orquesta, al parecer por sugerencia del propio Astor. Al ver la partitura del arreglo de Piazzolla, entonces de sólo 22 años, Troilo le dijo: «No, Gato [así lo apodaba], la gente paga la entrada para bailar, no para escuchar». No obstante —y aquí una vez más la grandeza de Pichuco— su orquesta estrenó en cualquier caso el arreglo de Piazzolla en los carnavales de ese año en la Bombonera, el estadio del Club Atlético Boca Juniors. No fue el primer tango ejecutado de aquella noche, pero cuando empezaron con él, la gente (conocedora ya de ese clásico de Paulos por otras orquestas) dejó poco a poco de bailar y, cuentan, fue acercándose silenciosa, atenta y respetuosamente hasta el escenario en el que los músicos tocaban el nuevo arreglo. Al terminar, el público aplaudió sentidamente. «¿Vio, Gordo? —le dijo después Piazzolla—. La gente viene también a escuchar». Y arriesgó: «Ya va a ver cómo se lo graban en una semana». En efecto, la RCA Victor registró el nuevo arreglo poco más tarde, en mayo de aquel mismo año. Troilo, sin embargo, acabaría demostrándole también, más adelante, a Piazzolla cómo el público de los bailables quería, ante todo, música para bailar y no para escuchar. Fue en 1951, cuando Astor ya no estaba en la orquesta pero colaboraba aún con ella como arreglador. Una de sus composiciones, Tanguango, fue silbada y desaprobada por el público del local en el que Troilo tocaba aquella noche. Pichuco, avergonzado, retiró para siempre de su repertorio ese fantástico tango de obstinadas corcheas en 3+3+2 que el público, de haberlo querido, bien podría haber bailado como una milonga y que, por suerte, la orquesta había grabado antes y aún podemos disfrutar.
Sobre este punto de la constante búsqueda de composiciones más ricas y complejas por parte de Piazzolla es importante subrayar que Astor desarrolló un tango enormemente culto y refinado, pero en ningún caso intelectual. Toda su cultura y su sabiduría musical estaban sobria y humildemente puestas al servicio del tango, un género que amaba y conocía como pocos. Jamás redujo su obra a un alarde técnico ni a una demostración erudita de nada ni quiso convertir el tango en música clásica, sino, a la inversa, poner recursos de la riqueza compositiva académica al servicio del tango, sin que este jamás perdiera por ello su aire popular y lograra incluso ahondarlo al aumentar la paleta de tonos, texturas y atmósferas que él sentía en la Buenos Aires de su tiempo y que tan bien supo plasmar, poniendo fuera, en sonidos, lo que llevábamos dentro sin saberlo. Su música —muchas veces más sencilla y accesible que la de Gobbi, Pugliese o Salgán— es siempre un tanque de pasión y lirismo, nunca un juego intelectual, y es realmente curioso lo llena de danza que está. Con otra impronta, desde luego, pero —desde un análisis puramente rítmico y sin fanatismos de por medio— acaso no haya habido otro compositor tan bailable como él desde D’Arienzo. Para un coreógrafo, es, además, el Jardín de las delicias del Bosco. Un parque de atracciones infinito, repleto de contrastes y con una inconfundible impronta tanguera.
La ‘mugre’ en la danza
En la actualidad, casi nadie niega ya, desde luego, a Piazzolla ni a los muchos creadores que abrieron nuevas vías musicales al género: Salgán, Gobbi, Pugliese, Rovira, Argentino Galván, Demarco, Basso, Caló, Francini-Pontier, el Sexteto Tango, Salamanca, Leopoldo Federico, Stampone, Balcarce, Tarantino, Mederos, Saluzzi, Berlingieri, Garello, Marconi, Lavallén, Mosalini, Binelli, Marcelli, Beytelmann, Rubén Juárez, Pane, Fedel, Egozcue y tantos más que los siguieron detrás, para no hablar ya de la nueva edad de oro que hoy vive el tango orquestal en Buenos Aires y de los nuevos creadores que, como Ramiro Gallo, Julián Peralta, Mariano González Calo, Agustín Guerrero, Diego Schissi, Andrés Linetzky, Luis Borda, Marcelo Nisinman, Nicolás Ledesma, Fernando Otero, Hernán Cabrera, Ariel Rodríguez, Camilo Ferrero, Elbi Olalla, Paolo Russo, Pablo Sensottera, Gabriel Bartolomei, Pauline Nogues, Pablo Agri, Lautaro y Emiliano Greco, Alejandro Bruschini, Adolfo Trepiana, Mariano Bustos, Lucas Cáceres, Adrián Barile, Diego Zavalla, Julián Corach, Julio Coviello, Bruno Giuntini, Daniel Ruggiero, Pablo Ciliberto o Pétalo Selser y la gente de Nox y Cuerdas del Plata, entre muchos otros, siguen explorando con enorme talento y osadía, más los muchos grandes instrumentistas y arregladores que los acompañan y fortalecen… Desde la danza, se los ha incorporado, e incluso ha habido un cierto nivel de adecuación y sofisticación coreográfica respecto al tango de vanguardia, pero —a mi juicio— no una verdadera exploración del tango (de la vieja o de la nueva guardia, contemporáneo o no) bailado contemporáneamente por fuera del paso a dos y el abrazo en íntima y fluida relación con el impulso, el gesto y el nervio de las composiciones y los músicos posteriores a la explosión de los diversos conjuntos de Julio De Caro, de 1925 en adelante, por intentar una fecha. Hasta donde conozco, no se ha realizado con la naturalidad que quizá hubiera debido desarrollarse. Hay, desde luego, ballets en código contemporáneo y neoclásico en torno al tango tradicional o de Piazzolla, desde las propuestas de Ana Itelman en los años 50 hasta las coreografías de Oscar Araiz, Julio Bocca y, sobre todo, los más interesantes, según mi gusto, Mauricio Wainrot, Esteban Moreno, Catherine Berbessou y Federico Rodríguez Moreno y, desde luego, Ana María Stekelman, con su soberbia, intensa y supertanguera Nora Robles. Sin embargo, en muchos de esos trabajos veo, una vez más, el clásico paso a dos —más reelaborado o acrobático— o, por momentos, más danza contemporánea o neoclásica con tango sonando de fondo que una verdadera fusión del tango con la danza de este tiempo. Una fusión que no pasa tanto por fundir el paso a dos del tango con la danza contemporánea en una transacción de movimientos de uno y otro lenguaje, sino en la de imprimir quizá a la danza contemporánea —en su más amplio rango, híbrida en sí y con decenas de influencias— un cierto carácter, un temperamento, un nervio que nace y corre (o debería correr como dictada o contagiada) desde esa extraña energía del sonido orquestal tanguero, esa atmósfera entre áspera y arrebatada procedente de una gestualidad expresiva que uno ve más en los músicos que en la mayor parte de los bailarines, algo que brota de eso que mencionábamos más arriba y que entre los músicos de tango se conoce como ‘mugre’: un repertorio de efectos sonoros y percusivos disonantes con el que los músicos ‘embarran’ por momentos el sonido ensamblándolo aún más y que recorre la historia del tango a través de todos los estilos y las épocas.
Lo paradójicamente bello de la ‘mugre’
es que nace, al parecer, de un error
convertido en virtud. Se cree
que los primeros bandoneonistas,
más rudimentarios que depurados,
tocaban a veces involuntariamente,
además de la tecla que querían,
la de al lado generando
disonancias accidentales
Se trata de algo más expresivo que puramente técnico —aunque también es técnico—, algo cercano a lo que sería el swing en el jazz o el groove en el soul o el funk. Es más que sonido: es una gestualidad, no una mera ejecución. Una gestualidad que nace quizá de haber escuchado, sin casi analizarlo, ese batifondo, ese sordo barullo áspero y arrebatado en infinidad de grandes grabaciones hasta que se te mete en el cuerpo y lo oyes y lo sientes y está en tu cabeza aunque ya no le prestes atención (como el sonido de las antiguas neveras); una gestualidad que en los músicos nace también de ver y heredar esos recursos expresivos de otros intérpretes porteños —de forma directa, sin mediación virtual— y hasta de vivir en Buenos Aires, impregnándose del modo de andar, hablar y expresarse de la gente de esa ciudad. Todo esto mezclado y sedimentado día a día en la sensibilidad de un intérprete acaba generando en él o en ella el lugar desde el que luego nace quizá esa gestualidad, esa manera más que mecánica de pulsar o golpear su instrumento para introducir algo de ‘mugre’ en el modo de tocar lo que se está tocando.
Así, la ‘mugre’ es algo que muchas veces resulta oscuro hasta para los propios músicos, que ven cómo lo escrito en las partituras no siempre se corresponde con lo que suena en las grabaciones míticas del género. Se trata de algo, en suma, más metamusical que puramente pentagramático, más de carácter que de pulcra ejecución. Un saber difícilmente codificable de una música que siempre ha navegado entre la partitura y la improvisación y cuya ejecución se enseñó y transmitió oralmente entre músicos de una generación a otra, como hoy sigue haciéndose con decenas de jóvenes de todo el mundo en la fundamental Orquesta Escuela de Tango Emilio Balcarce —creada hace ya más de veinte años por el incombustible, admirable y troileanamente generoso Ignacio Varchausky, a quien Buenos Aires nunca podrá pagar por tanto como ha dado, da y seguirá dando— o en la no menos vital Escuela de Tango Orlando Goñi, del también crucial, valiente y talentosísimo Julián Peralta y los músicos nucleados a su alrededor, con un nivel de militancia y amor por el género conmovedor, nutritivo, inspirador y fértil para los que no habrá tampoco nunca gratitud suficiente. La ‘mugre’, en suma, se trata de un saber que en las partituras no figura a veces más que con esa indicación, ‘mugre’, y que —construida con acentos en planos secundarios, arrastres, síncopas, segundas menores, glissandos, vómitos y efectos percutidos como la chicharra o lija, el látigo, el tambor, el clúster, la strapatta, los diversos golpes a la caja del contrabajo o a los laterales del bandoneón, más el rascado del teclado del propio fueye o el frotado dactilar en los diferentes instrumentos— actúa como el ‘pegamento’ que une lo escrito con lo ejecutado, incluso con lo improvisado, y que, lejos de ensuciarla, le da brillo, fuerza y carácter a la música del tango, como decíamos al comienzo. Podríamos dar mil ejemplos, desde La viruta, de Vicente Greco, por Alfredo Gobbi, a Tierra Querida, de Julio De Caro, por Horacio Salgán. Elijo esta de Astor Piazzolla, aquí con el último de sus quintetos, porque la calidad del registro audiovisual permite apreciarlo bastante bien. Fracanapa, del propio Astor. Pura ‘mugre’, en estado puro.
La ‘mugre’ va creando así como una suerte de tejido o red, una atmósfera de pequeñas y sutiles disonancias que cubren o engloban a la orquesta como lo haría una nube de extraños ruidos que acaban paradójicamente ensamblando con mayor profundidad los aspectos melódicos, armónicos, rítmicos y contrapuntísticos hasta hacer de partes tan disímiles y disonantes un todo armónico. Lo paradójicamente bello de la ‘mugre’ —que le da incluso a la orquesta algo de aquelarre al introducir sonidos desenfadados que rebajan su solemnidad— es que nace, al parecer, de un error convertido en virtud. Se cree y se repite que los primeros bandoneonistas, más rudimentarios que depurados, tocaban a veces involuntariamente, además de la tecla que querían, la de al lado generando disonancias accidentales. No se sabe quién fue el primero en convertir esa segunda menor accidental en un deliberado recurso expresivo, sofisticándolo en alarde técnico. Muchos se lo atribuyen a Orlando Goñi, excelso y crucial pianista de Aníbal Troilo; otros, a Roberto Grela, que lo habría extrapolado a la guitarra, o al mismo Troilo, aplicándolo al bandoneón, cuyo sonido de apertura y cierre del propio fuelle es, por naturaleza, indisimulable (al igual que el de las teclas pulsadas y rozadas durante su ejecución) y, por lo tanto, en sí mismo ‘mugre’, consustancial del sonido tanguero, como también lo son los stacattos y ‘arrastres’ del contrabajo, de gran presencia rítmica y percusiva e igual de poco ‘limpios’, líricos o depurados que el cierre de los bandoneones y, no obstante, de una extraña belleza en el contexto del tango. En cualquier caso, muchos de esos recursos —de esos brotes de sentimiento abriéndose paso entre el cemento de la partitura— están ya en los sextetos de Julio De Caro y Elvino Vardaro, quizá el kilómetro cero, ya en los años 20, de todo lo que llegó después, con el debido respeto a Maglio, Arolas, Greco, Berto, Loduca, Firpo, Canaro, Pizarro, Villoldo, Gobbi (padre y madre), Bardi, Fresedo, Aieta, Rocatagliatta, Thompson, Delfino, Cobián, Piana, Ciriaco, Puglisi, Clausi, Marcucci, Castellanos, Terig Tucci y demás titanes de aquellos años.
La ‘mugre’, acaso, no es más que una
actitud filosófica ante el acto estético del
tango: la de aceptar tocar y bailar
al borde del desastre, apasionadamente,
al límite del error y la ley, como
al borde de la ley y el desastre vivieron
aquellos inmigrantes de finales del siglo XIX
e inicios del XX que, además de sus vidas,
lucharon por sacar adelante un género musical
Lo cierto es que esa ‘mugre’ se convirtió en vital e imprescindible recurso tanguero hasta el punto de que algo que no la tenga empieza a no ser del todo tango. Al fin de cuentas, la ‘mugre’ es aquello que resguarda la esencia popular de una música orquestal de atril que, por culta y sofisticada que se vuelva, no olvida sus orígenes primarios, donde todo era carencia y ganas. La ‘mugre’, en definitiva, no es más que una actitud filosófica ante el acto estético del tango (4): la de aceptar tocar y bailar al borde del desastre, apasionadamente, al límite del error y la ‘ley’, como al borde del desastre y la ley —la escrita y la no escrita— vivieron aquellos criollos e inmigrantes de finales del siglo XIX y principios del XX que, además de sus vidas, lucharon por sacar adelante un género musical. Esto mismo confirma uno al hacer un ‘viaje geológico’ a las capas más profundas de la ‘mugre’, en las que —antes que una expresión musical— encuentra el factor social y la predisposición de un grupo de personas a hacer hasta lo inconcebible —a tocar todas las teclas, las cuerdas y lo que haga falta— para salir adelante. De esa actitud de personas que padecen pero no se abandonan a su padecer nace inevitablemente una forma apasionada de moverse y de hacer las cosas en la que el error es bendito —encarna lo ‘bien dicho’ en su sentido literal—; esto es: lo que sucede se asume como propio, como si uno dijera: si esto es todo lo que podemos producir, asumásmolo y, con convicción, hagamos de ello algo ‘bueno’, ‘bien dicho’, aunque otros, pegados a las leyes vigentes, lo tachen o no lo entiendan.
Esta actitud social desbordante y apasionada se cristalizó también en el entorno orquestal como una energía que desborda lo mesurado —la medida civilizada imperante— y cuya sonoridad potencial no parecían traer de fábrica los instrumentos de la orquesta típica. Así, los primeros músicos del tango tuvieron que inventarse esa nueva sonoridad infringiendo las presupuestas leyes que los luthiers y la tradición habían preestablecido para el buen uso y costumbre de esos instrumentos. Y se la inventaron desde esa misma actitud rebelde que los movía desde sus más profundas capas en lo social, un ámbito en el que vivían al límite de la ley o sencillamente limitados en sus posibilidades de normalizarse económica y culturalmente entre las clases acomodadas que miraban con sospecha y aporofobia todo lo popular y suburbano.
La orquesta típica es, así, la más ‘delincuente’ de las sinfónicas. La más atorranta, la más rara, la más ‘loca’. Dalmiro Sáenz solía decir, de hecho, que la cultura rioplatense era lo que era porque estaba nutrida e integrada por el ‘loco’ de la familia de cada familia europea que había emigrado. Si hoy incluso es difícil emigrar a la desesperada o con insensata fe en lo que a uno le espera y desconoce, no cuesta mucho imaginar que aquella aventura inmigratoria de finales del siglo XIX y principios del XX la hicieron, como creía Dalmiro, los locos de cada familia de los países de procedencia. A esos quijotes llenos de ilusiones les suma uno la pobreza, la nostalgia y un bandoneón a mano, y la ecuación, por fuerza, da tango. Algo que no sucede si aunáramos Italia y Alemania —como suele ejemplificar Julio Pane—: el tango tenía que ocurrir en aquella Buenos Aires, con esa gente. No sorprende tampoco por ello que cada loco de cada familia introdujera luego, con su instrumento, aquel loco aporreo, aquellas ‘insensatas’ propuestas disonantes en las atípicas orquestas típicas de las primeras décadas.
Dalmiro Sáenz decía que la cultura
rioplatense era lo que era porque había sido
levantada por el ‘loco’ de la familia
de cada familia europea, aquellos
que, en aquel tiempo, se habían subido
a inciertos barcos con destino desconocido.
No sorprende por ello que introdujeran luego,
con sus instrumentos, aquellas ‘insensatas’
propuestas disonantes en las atípicas orquestas
típicas, las más descaradas, informales
y ‘locas’ de las orquestas sinfónicas
Presente así desde el origen, la ‘mugre’ es casi la correa de transmisión del tango. Su verdadero código. Un código único en el mundo, inhallable en ningún otro género ni entorno orquestal. Un código que es a la vez mucho más que un lenguaje musical: es también, y ante todo, una lengua de signos, que vive tanto o más de lo gestual e interpersonal no virtualizable que de lo escrito. Cuando esa correa de transmisión dejó de enlazar oralmente a una generación de músicos con las siguientes, el tango empezó a perder su relación con el código y se ‘emprolijó’ para intentar salvarse o subsistir en un mundo que borraba en cada cosa los estilos —las diferencias, lo artesanal en detrimento de lo seriado— y tendía a la homogeneización y estandarización de todo, que alcanza en nuestro tiempo su impersonalidad máxima.
Así, hacia 1995, con Piazzolla y Pugliese ya muertos y sólo un siglo después de nacer, el tango se tambaleaba apenas sostenido por los últimos creadores que habían vivido los gloriosos años 40 y 50 de las orquestas típicas y que, apoyados por contados nuevos músicos, resistían en pequeñas formaciones: dúos, tríos (los de Marconi, Luis Borda o Pane, entre otros), cuartetos (como el de Gustavo Fedel, con Binelli, Agri y Ferrer —tremendo su discazo Memoria y tango, de 1991—, o El tranvía, con Nisinman en fueye, y ambos con repertorio nuevo y contemporáneo), algunos quintetos (como los de Salgán, Mederos o Walter Ríos), más el incombustible Sexteto Mayor, el Grupo Volpe (también con composiciones nuevas), el Ensamble nueve de Piro, el septeto de Spitalnik y las orquestas de Leopoldo Federico, Julián Plaza, Pascual Mamone, Raúl Garello, Color Tango, más las estables del Estado: Juan de Dios Filiberto y Orquesta del Tango de Buenos Aires. Eran, desde luego, algo aislado, muchas veces esporádico y sin casi relación con el presente cultural de una Argentina de ‘pizza con champagne’ y en exceso atravesada por los efectos estandarizantes de la globalización y la sociedad del espectáculo, más Internet despuntando a máxima velocidad, pero en ningún caso son propuestas y creaciones a omitir o ningunear como a veces se hace al decir que, en los 90, todo era un páramo en el que sólo quedaba gente repitiendo hasta la extenuación La cumparsita. Había, desde luego, un vacío de política cultural que no invitaba a nada e impedía vertebrar ya no un movimiento cultural, sino siquiera uno social, más urgente y necesario, pero no por ello había un abandono del género por parte de los creadores que aún vivían y que, lejos de tirar la toalla, siguieron componiendo y estrenando obras, como cualquiera que se ponga a rastrearlo puede comprobar; pueden no gustar, que a mí mucho de lo que se hacía (muy propio aún de ciertas exploraciones tímbricas de los 80, con cierto abuso de la batería, el bajo eléctrico y ciertas guitarras alejadas de la criolla) no era lo que más me interesaba, pero, reversionadas, habrá seguramente cosas de valor, y en cualquier caso eran quizá los caminos que había que transitar y explorar para, una vez probados, generar un terreno propicio para volver al sonido de las típicas que hoy disfrutamos y que, no hay que olvidarlo, viene una vez más gestado desde una reacción social; en este caso, en una Argentina vaciada de sentido e impersonal de tan privatizada ante la que una generación reaccionó con rebeldía y con más ilusión por un pasado aún vivo que por el programa de futuro que le vendían. [En el vídeo de abajo, la orquesta de Julián Plaza, hacia 1993, con Víctor Lavallén en el otro fueye, Héctor Console en contrabajo, José Bragato en cello, Antonio Agri en uno de los violines, Mario Fiocca en viola, Juan Carlos Zunini en teclados y José Colángelo al piano, justo delante de Osvaldo Pugliese y Lydia Elman, su mujer, en el público, más Pepe Libertella, algo detrás, entre otros. No deja de ser una ironía que tocasen Locos de contento, algo que, pese a la maravilla musical, no estaba en el aire de la sala ni en la del resto de Buenos Aires].
En aquellos finales de los 80 y primeros 90 también se hicieron fusiones. Pueden gustar o no, pero se hicieron —muchas promovidas por Lito Nebbia, desde Melopea—, y ya desde los 80 Rubén Juárez convirtió el Café Homero en un ardiente crisol de gente de diversas procedencias que se dejaba caer por allí, donde, entre otros, empezó Adriana Varela, que venía del rock y que, con impronta rockera y no sin críticas, llegó por elección al tango, como ya el propio Juárez lo había hecho a finales de los 60. O como en los 70 —al margen del fallido encuentro entre Spinetta, Agri y Mederos en Peces blancos— el propio Mederos exploró el rock desde el tango de manera muy interesante en un momento en el que aventurarse en esa relación era casi un tabú; su pianista, por cierto, era Gustavo Fedel, otro músico a revisitar y reposicionar a escala. Incluso para confirmar que así no podríamos retomar algo que veíamos que se perdía, todo aquello, a su manera, fue también necesario, siquiera como suelo desde el que volver a ponerse en pie tras la caída.
Sin ser por ello un desierto, el ambiente cultural de los 90 era, en cualquier caso, preocupante y desalentador a muchos niveles y, a la vez, quizá por ello, estimulante para los más jóvenes, acaso sacudidos, al menos en su curiosidad, por la muerte de esos dos viejos que sus padres y abuelos lamentaban: Astor en el 92, Pugliese en el 95. Así, entonces, casi como había ocurrido a finales del siglo XIX, algunos adolescentes y veinteañeros de finales del XX se rebelaron con la misma actitud que los pioneros del género y, con no menos carencias económicas y culturales, se pusieron a recuperar lo que sentían como propio y que, veían, se les iba de las manos. La norteamericana y porteña por elección Caroline Neal reflejó excelentemente aquel momento en su película documental Si sos brujo, centrada en el duro y lento proceso de gestación de la Orquesta Escuela de Tango, con Emilio Balcarce al frente, estrenada en 2005, pero con imágenes que ella comenzó a registrar varios años antes, ya a finales de los 90 y que logró sacar adelante y estrenar contra viento y marea y mil dificultades. La cinta —que puedes ver clicando en la imagen de abajo— merece uno y cien visionados.
Aquellos difíciles años —la segunda mitad de los noventa— son en los que Ignacio Varchausky y, algo después, Julián Peralta, cada cual por su lado e inspirados por diversos cassettes —Varchausky, por uno de Corsini; Peralta, por uno de varias orquestas, con la de Troilo a la cabeza—, se ponían a hacer una auténtica labor de arqueología musical —escuchando, estudiando, contactando más tarde a viejos maestros del género para pedirles recursos, consejos, brújulas—, pero, ante todo, a la vez, haciendo, generando, aprendiendo del propio errar en busca de lo que querían, contagiando ganas, detectando a otros jóvenes sin quizá el mismo arrojo para luchar y organizar equipos pero sí igual de apasionados por la música de su ciudad, una música sin codificar y cuyos secretos interpretativos atesoraban músicos aún vivos de los que era preciso aprender con cierta urgencia. Así, entre 1996 —año de despegue— y 2001 —fecha en que ya vuelan— El Arranque y la Orquesta Típica Fernández Fierro [antes, desde el 98, Fernández Branca] —con propuestas antagónicas en muchos aspectos, pero hermanadas en lo esencial— cambiaron el escenario cultural de Buenos Aires, que, de pronto, descubría dos muy atractivas orquestas típicas, similares a las de los años 40, pero en los 2000 e integradas por casi adolescentes. [Aquí abajo una conmovedora actuación callejera de la Fernández Fierro en uno de sus piquetes tangueros en 2004, con Julián Peralta aún al piano y el Chino Laborde cantando. De las relaciones allí generadas salieron, entre otras, al menos tres formaciones indispensables del tango de hoy: Astillero, la Orquesta Típica Julián Peralta y el Quinteto Criollo González Calo, volcadas por completo a crear nuevo repertorio y ya autoras, para mí, de algunos de los grandes clásicos de esta época. Más abajo, una actuación de Astillero en el CCK de Buenos Aires —una buena muestra de la portentosa evolución de Peralta— interpretando Pompeya, que abre su disco Quilombo, de 2017, en el que exploraron las relaciones del tango con la murga rioplatense, heredera de los carnavales y las chirigotas gaditanas del siglo XIX, ya mezclada en los orígenes con el tango a través del candombe, un punto crucial sobre el que volveremos más adelante].
Entre 1996 (año de despegue) y 2001
(fecha en que ya vuelan) El Arranque y
la Fernández Fierro [antes, desde el 98,
Fernández Branca] —con propuestas antagónicas
en muchos aspectos, pero hermanadas
en lo esencial— cambiaron el escenario cultural
de Buenos Aires, que, de pronto, descubría dos
orquestas típicas como las de los 40, pero
en los 2000 e integradas por casi adolescentes
Como antes en Piazzolla, en Troilo, en los De Caro, en Gardel, en Arolas, ese espíritu rebelde, esa actitud de sacar las cosas adelante como sea, con cabeza y corazón, anidó también en aquellos chicos a los que se fueron sumando otros con nuevas agrupaciones surgidas de la Escuela de Música Popular de Avellaneda, de la Orquesta Escuela de Tango, de La máquina tanguera o del Conservatorio de Estilo Tangueros Argentino Galván. El tango —no duda en decir tal vez por ello también Peralta— es, más que una música, una filosofía de vida que, para expresar sus necesidades y materializar sus sueños, no se arredra ante nada; mucho menos ante el error, la falta de medios, de apoyos institucionales o contextos favorables, como no los tuvieron tampoco en sus orígenes los creadores del género; una filosofía que, de tan rebelde, se ve a la vez imposibilitada de ser autocomplaciente y conformista con cualquier logro o idea de ‘llegada’ y que, por el contrario, se vive como un movimiento de continua atención al propio movimiento. Un infinito redescubrir la propia sombra según la siempre cambiante luz ambiente, bajo la cual el error se asume valientemente de antemano como el fruto del errar que lleva lejos. Por eso el tango crece, evoluciona y se enriquece, de una manera diferente en cada época —en las doradas y en las de vacas flacas— y todas suman. Porque por encima de cualquier apreciación estética o social y de todo cuanto uno pueda decir, el tango es, quizá, ante todo un concepto filosófico —como insiste Peralta—: «la conciencia de la muerte, el saber que hay que vivir porque todo se va; disfrutar lo que uno tiene con una conciencia real de que la vida es muy corta. Y entonces es una necesidad de pasarla bien, pero con mucha conciencia de la muerte: la conciencia de la pérdida, la conciencia del paso del tiempo. Somos personajes con esa filosofía —dice el pianista de Astillero—: queremos que la noche no termine, porque entendemos que lo que se va no vuelve más». Vivida desde ahí, la alegría en bajo grado pero intensa que incluso algo dramático como el tango provoca en quienes lo amamos, no es una alegría pop, una alegría sin sombra, sino el sentimiento de profunda vitalidad de quienes —sólo por saber antes lo que es perder— saben lo que ganan, como reza el tango Perdidos, de Miguel Suárez. Al fin de cuentas, el tango es casi siempre la expresión de quienes, más que acercarse a una victoria, demoran conmovedoramente una derrota. Así, ese pundonor e inconformismo —incluso el inconformismo a acomodarse en los espacios antes inaccesibles y deseados (el inmovilismo está reñido con la vida)— son, desde el propio origen, la materia prima de toda ‘mugre’ tanguera, una materia extraña solo mineralizada en la rebeldía rioplatense.
«Astor me miró y me dijo:
‘Cuando llegue el momento,
bajá la cabeza como la bajo yo.
Tocá y apretá a fondo, y si te equivocás,
que se oiga de acá a La Quiaca,
pero no toqués para adentro
porque tengas temor’»
[Leopoldo Federico]
Esclarecedora en este mismo sentido de aceptar perder como única vía aún posible de ganar al menos las propias ganas de volar mientas se va cayendo resulta la anécdota que el colosal Leopoldo Federico —eslabón trascendental entre los 40 y los 2000— recordaba siempre de sus inicios con Piazzolla en el 55, cuando querían hacer también ellos nuevo repertorio y música de su tiempo: «Yo siempre fui tímido —contaba Leopoldo—. Por eso nunca me voy a olvidar de una charla que tuve con Astor un día que estábamos repasando unos arreglos complicados. Me miró y me dijo: ‘Cuando llegue el momento, bajá la cabeza como la bajo yo. Tocá y apretá a fondo, y si te equivocás, que se oiga de acá a La Quiaca, pero no toqués para adentro porque tengas temor’. Ahí aprendí a tocar de frente, y a jugármela, como siempre hizo él».
Retomando lo de la danza, siento que hay a su vez —en muchos ballets y propuestas del tango de escenario— un exceso de intervención coreográfica, en los que se ve todo demasiado preestablecido y pulcro, más ejecutado que bailado y muchas veces tirando incluso de tópicos y de guiños a una tradición y un juego de supuestos roles masculinos y femeninos no estrictamente necesarios de mantener en una actual exploración de movimiento. Se ve, además, a muchos coreógrafos primero y a otros bailarines después intentando más hacer algo con la música que descubriendo qué hace la música con ellos, como decíamos al comienzo. Su afán acaba así siendo el mismo que llevó al conflicto con Piazzolla en los años 50: subordinar la música a unas formas dancísticas. Al mismo tiempo, la sobreactuación de lo que muchos bailarines ajenos al género creen que ‘deberían’ sentir ante la música del tango y, aun más, ‘expresar lo mucho que lo están sintiendo’ recubre a veces todo cuanto hacen de afectación, de un exceso de sentimentalismo, que no de sentimiento, y de una pulcritud técnica que, en su casi exclusiva relación con la forma y el compás, denota una cierta falta de escucha del temperamento, el impulso, el carácter y el gesto desde los que nace esa música con la que en principio se relacionan. Basta echar un vistazo a la gran cantidad de vídeos de tango abordados desde un lenguaje de danza neoclásica o desde un tango de escenario acrobático para notar a veces ese exceso de forma, pulcritud e incomunicación temperamental con los músicos. Ejecutantes y creadores de un nivel técnico incuestionable, verdaderamente admirables, pero en cuyas interpretaciones del tango noto muchas veces —con las excepciones que siempre hay, desde de la magistral Nora Robles al supertanguero Miguel Ángel Zotto o las bellas piezas de Catherine Berbessou, más las que sin duda existen y desconozco— una cierta escisión respecto del carácter, el tono, el nervio y la textura con los que los músicos están expresando y construyendo ese espacio sonoro que, a priori, ellos —los coreógrafos y bailarines— quieren habitar y explorar movidos por esa música (y por la energía de esa música) que los empuja a desplazarse y bailar. Es como si muchos fueran más bailarines que tangueros, para decirlo con el símil de Troilo, con aquella más que autoconsciente y genial sentencia que le dejó sobre sí mismo a Maria Esther Gilio: «Yo no soy un buen músico: yo soy un buen tanguero».
En muchos bailarines de un nivel
técnico incuestionable noto muchas veces
una cierta escisión respecto del carácter, el tono,
el nervio y la textura con los que los músicos
construyen el espacio sonoro que
los empuja a bailar, como si fueran más
bailarines que tangueros, por decirlo con el símil
de Troilo: «Yo no soy un buen músico:
yo soy un buen tanguero»
Así como Gardel, Corsini, Maizani, Falcón, Fiorentino, Floreal, Marino, Omar, Merello, Vargas, Chanel, Sosa, Rivero, Deval, Goyeneche, Belusi, Berón (Raúl y José), Maciel, Ledesma, Guida, Juárez, Trelles, Rinaldi, Guzmán, Molina, Varela, Borda, Saez, Basurto, Alorsa, Villarreal, Capitano, Castiello, Laborde, Moncada, Aznar, Di Raimondo, Muyala, Lucero, Fuertes Varnerín, Mollo, Black Rodríguez Méndez, Guyot y cada una de las y los intérpretes nucleados en torno a la fundamental Orquesta Típica de Julián Peralta nos hacen escuchar, apreciar y sentir mejor las letras de los tangos —a veces casi como si las subtitularan en rótulos legibles en el aire para hacernos llegar más hondamente la polisemia de cada término—, los bailarines tienen quizá la posibilidad de contribuir aún más a que otros escuchen, aprecien y sientan mejor la energía, el nervio y los diferentes planos y detalles de los grandes arreglos que el tango ofrece, en todas sus variantes, desde la orquestal (ya de por sí barroca, en su afán de celebrar sonoramente cada segundo del tiempo) a las más sencillas, que no simples, de los solos de guitarra, piano o bandoneón, plagados también de danza en su aparente sencillez tímbrica y no obstante escandalosamente compleja y rica en términos de armonía.
Dos hermanos en la Nueva York del siglo XXI
Lo más original —por diferente— que en este sentido se puede encontrar —y quizá lo que más le habría gustado ver bailado con música suya a Piazzolla— son las versiones de Escualo o Michelangelo 70 interpretadas por Martín y Facundo Lombard, los Lombard Twins, argentinos residentes en Nueva York, donde llegaron en 1998 animados por James Brown y donde, como el propio Piazzolla en los años 20 del siglo pasado, han acabado inspirándose y descubriéndose más tangueros que muchos que pasan por serlo. Incluso abordándolas desde el hip-hop y el tap, hay en cualquiera de sus interpretaciones más tango, ‘mugre’, escucha y auténtica exploración —libre ya del corset del abrazo— que en miles de aproximaciones dancísticas canonizadas. Y al verlos en directo, como en su concierto íntegramente dedicado a Piazzolla en 2016 en California, se ve aún más claro: ellos y los músicos conforman un todo. No hay ya escisión. Acaso no representen para muchos el ‘resultado’ ideal de lo que una verdadera exploración contemporánea del tango bailado podría acabar siendo —eso ya depende del gusto de cada quien—, pero marcan inequívoca, valiente y originalmente otro horizonte en dirección al cual avanzar investigando. Un siglo después de la irrupción de los geniales compositores de Boedo, Derecho viejo, Loca bohemia y Flores negras, representan para mí algo así como los hermanos De Caro del tango-danza de nuestra época. Han abierto una nueva vía desde un lugar muy auténtico y honesto que nada tiene que ver con lo formal, sino con esa ‘mugre’ de los músicos que, fuera del paso a dos, tanto cuesta encontrar en los bailarines; una cierta fuerza expresiva que, por su propio empuje interior, acaba cristalizándose inevitablemente en formas, casi da igual en cuáles o cómo sean estas mientras lleven en sí la energía y el impulso que las lanzó de la sensación del bailarín —que ya es movimiento interno— a lo sensacional, a lo visible para otros cuando esa sensación efervesce y desborda el cuerpo de quien baila sin que este logre contenerla y se vea movido por ella desde lo más hondo de sí. Otra vez la expresión de Victor Hugo: la forma es (ha de ser) el fondo en la superficie. Da igual cómo bailen y con qué movimientos, si vinculados o no a este o a aquel estilo; si con traje o en vaqueros, si con zapatos de charol o con botas tejanas, si peinados con gomina o con melena rockera, si abrazados o cada cual a su aire: es imposible no amar y conocer el género y no sentir lo brutalmente tangueros que son estos hermanos criados en Mataderos. Incluso en abordajes como los suyos, tan detalladamente coreografiados, conservan incluso el nervio de lo improvisado y el aire casi barrial de un baile popular. Ya no es el relato de lo que unos bailarines querrían construir con una música: es la relación a la que ellos se abren con auténtica escucha, dando todo el protagonismo a una música que realmente los mueve cuanto más ellos se dejan afectar por ella, de igual modo que el follaje de los árboles expresa, muestra y da a sentir el paso del viento que lo mece o sacude. Y hay en ellos, desde luego, mucha técnica y horas de estudio —no menos que en cualquier pareja de tango—, pero enteramente subordinadas y puestas al servicio de la energía y el nervio de unos músicos que se los contagian y a los que ellos responden, afectados.
Así, mientras lo musical en el tango fue expandiéndose en todos los planos (armonía, contrapunto, ritmo, tímbrica, fusión con otros géneros y lenguajes), en el baile se mantuvo mayormente acotado al compás y al abrazo, que, a la vez que le da personalidad y potencia expresiva, lo limita al renunciar a la libertad y amplitud máxima de movimientos del torso, brazos, manos y cabeza, para no hablar ya de la exploración del nivel bajo (el baile en suelo) o del alto, con saltos y portés, muy acotado y mayormente abordado en las aproximaciones de escenario de corte contemporáneo o neoclásico. No es una crítica: es la descripción de una elección más que lícita y que, a diferencia de otros bailes con abrazo, le da al tango un carácter único, señalado por Rodolfo Dinzel, que teorizó en relación al análisis de movimiento propuesto por Rudolf von Laban a comienzos del siglo XX en cuanto a espacio, niveles, planos, direcciones, flujo del movimiento… Así, a la kinesfera y el icosaedro de Laban, Dinzel contrapropuso la figura del cilindro como el espacio del movimiento en las parejas del tango, dentro del cual disocia el torso o la parte superior de los bailarines (deliberadamente contenida y dramática) de la parte inferior (las piernas y los pies), radicalmente expresiva. Este fuerte contraste es lo que permite reconocer, sin necesidad de escuchar la música que esté sonando, a una pareja que baila un tango de cualquier otra que baile un vals, un chotis, un pasodoble, una samba gafieira o cualquier otra danza con abrazo.
El tango, sin embargo, acaso es y pueda ser mucho más que lo que conocemos y ofrecer incluso la posibilidad de ser bailado sin necesidad de una pareja (5) y, menos aun, desde luego, de una pareja que ‘rescate’ a la mujer de su silla y la ‘autorice’ a bailar. Sé que también ella elige y ‘autoriza’ o no al aceptar o declinar discretamente la invitación, pero incluso para poder declinarla alguien debe antes invitarla a bailar y todos hemos visto en milongas a más de una mujer sentada una hora y más sin ser sacada a bailar, tras la cual la invitación, si llega, deja incluso en el aire la estela de un piadoso rescate. Es un código, lo sé, y muchas veces no hay motivos para ver más que eso, ante todo porque así como ellas pueden ‘sufrir’ la indiferencia de que nadie las invite a bailar, ellos deben encajar el rechazo que a veces también reciben tras haber expuesto abiertamente su interés, en un juego de expresión y represión del deseo que magistralmente retrató Bernard Marie Koltés en En la soledad de los campos de algodón. En cualquier caso, como se trata de algo que es también mucho más que un código y que refuerza antiguos roles hoy merecidamente cuestionados en muchos ámbitos de la sociedad, puede ser también reelaborado en el tango sin mayor dramatismo y con la misma libertad con la que alguien lo fijó un día tal como lo conocemos. Hay cosas antiguas —sin más, antiguas— que, no por serlo, son esenciales. Ahí está para demostrarlo todo el movimiento del tango queer, más que interesante; un movimiento, por cierto, tardío: pese a que recupera dinámicas de los orígenes del tango (cuando aún era frecuente que se bailara entre hombres), surge en Alemania hacia el año 2000; en Buenos Aires, hacia 2006, y hoy —al margen de los varios espacios que siguen esa línea— ya está, por suerte, casi institucionalizado desde un espacio como la Milonga Federal (abierta, atípica y plural) del CCK. Un síntoma más del bajo nivel de exploración que el tango danza tuvo, en muchos sentidos, a lo largo del siglo XX, aunque sería también injusto exigirle a un baile y a una música populares de las pasadas décadas una flexibilidad que la sociedad argentina no exploraba en casi ningún ámbito, regida, como tantas entonces en el mundo, por códigos heteronormativos en prácticamente todo.
El tango de salón continúa siendo
un paso a dos muchas veces sensual,
bello e hipnótico, pero acaso es y puede ser
mucho más que eso y ofrecer incluso
la posibilidad de ser bailado en solitario,
sin necesidad de una pareja y, menos aun,
de una pareja que rescate a la mujer
de su silla y la ‘habilite’ a bailar
Queda así entonces aún espacio para la exploración y nada de ello implica que el abrazo y la tradición deban ser olvidados. No se trata de borrar formas ni ‘esencias’, sino de abrirlas complementariamente a otras nuevas que fueron naciendo y que pueden, al menos, explorarse y, llegado el caso, incorporarse a las ya existentes, también en la danza, como se hizo en la música. El abrazo en el tango, los cortes y quebradas, las cunitas, los portés, las barridas, los enrosques, las sentadas, los ganchos, voleos y todas las figuras clásicas del género pueden ser resignificadas y enriquecidas o sencillamente ignoradas sin que ello implique un agravio ni una enmienda a la totalidad de lo precedente. Creo que así como Piazzolla reenlazó el tango a la más alta música de su tiempo, liberándolo de seguir siendo, desde su justa o injusta perspectiva, la mera comparsa sonora que marcaba nítida y servilmente el compás para que las parejas bailaran sin mayor dificultad, el género aún puede aventurarse también, en términos de movimiento, hacia la danza contemporánea (en su más amplio espectro, que incluye el hip-hop, el tap, el jokin, la acrodanza, la murga o cuanto uno quiera) para seguir siendo una expresión actual de cómo se vive, se siente y se desarrolla hoy la música de Buenos Aires en cualquier rincón del mundo. Una música no sólo de Buenos Aires, sino ante todo —cuanto más porteña y barrial sea— una música urbana y cosmopolita y, por ello, universal, como quería Piazzolla, cuando ya soñaba en Nueva York, la ciudad que lo marcó tanto o más que la propia Buenos Aires, como bien confirma el magnífico documental Los años del tiburón, de Daniel Rosenfeld.
Un proceso de investigación
Por todo lo precedente, creo interesante y lícito que se experimente cada vez más fuera del paso a dos y en relación con la ‘mugre’ desde una perspectiva contemporánea (yo o quien lo haga). Hay, desde luego, como decía más arriba, propuestas incuestionables en casi todos los aspectos —admirables muchas veces y muy por encima de lo que yo podría abordar técnicamente en cinco vidas—, pero en las que no obstante predomina un código de pulcritud formal y estilización académica desproporcionado respecto de un baile que, por mucho que se vuelva danza de escenario o se sofistique, debería conservar tal vez su desenfado de baile popular, como por la ‘mugre’ lo mantiene en los atriles, por mucho que se complejicen los arreglos orquestales y las nuevas composiciones. Es como si esa casi atlética colocación corporal que dan los años de formación académica a veces dificultara a grandes bailarines alcanzar ese punto de desenfado inherente a un baile popular, de un modo similar a lo que les sucede a grandes cantantes líricos al interpretar tangos, acostumbrados a otra colocación de la voz, propia del repertorio operístico y coral. Suenan impecablemente, pero también, muchas veces, poco tangueros. Arriesgo un motivo: el tango transita y vibra en un difuso territorio intermedio entre lo popular y lo académico al que a veces parece menos difícil llegar partiendo de lo popular hacia lo culto y no a la inversa, desde la formación clásica al tango. Y es algo que sucede tanto en la música y la danza como en la poesía: tampoco cualquier poeta vale para escribir grandes tangos. De ahí la peculiaridad de extraños genios como Julián Centeya, Le Pera o Discépolo, con los que, en materia de tango, el propio Borges no resiste la comparación.
Como suelen repetir Ramiro Gallo y Julián Peralta,
el mejor modo de honrar a todos los genios
del tango de las décadas pasadas
es hacer hoy lo mismo que ellos hicieron
en su época: dar testimonio de su tiempo y
de sus realidades más inmediatas,
las que conocen de primera mano
y atraviesan sus vidas
En bastantes ballets y aproximaciones al tango realizadas desde el neoclásico y la danza contemporánea he notado incluso una tendencia a creer que la incorporación de compadritos, malenas altaneras en tacón o malevos disputándose a puñaladas a una mujer bajo antiguas farolas porteñas resguarda de alguna manera ese raigambre popular. Siento, más bien, que sólo reproducen los mismos roles, patrones y esquemas que respondían a un contexto y a factores sociológicos de una época muy determinada que excedían lo artístico y a los que hoy no tenemos ya acceso ni resuenan naturalmente en nosotros. Son apenas una construcción cultural en la que, siento, no hay ni puede haber ya casi nada honesto, entre otras cosas porque un bailarín formado durante seis u ocho años en un conservatorio, con rutinas diarias de barra y bien alimentado, difícilmente camine y se mueva como un compadrito de los arrabales porteños de finales del siglo XIX, algo de lo que, a su vez, no tendríamos en ningún caso constancia. El resultado tiene así siempre algo involuntariamente paródico, caricaturesco, reduccionista y burdo. Como repiten los quizá dos más importantes compositores de hoy —Ramiro Gallo y Julián Peralta (6)— el mejor modo de honrar a todos los genios del tango de las décadas pasadas es hacer hoy lo mismo que ellos hicieron en su época: dar testimonio de su tiempo y de sus realidades más inmediatas, las que conocen de primera mano y atraviesan sus vidas, con nuevas creaciones de hoy y —sólo a la par, si uno tiene algo especial que agregar— arreglar joyas pasadas a las que reivindicar de un inmerecido ostracismo u olvido —como El arranque hizo en Maestros o el Raras partituras con Federico— o a las que resignificar de algún modo; por ejemplo, desde una tímbrica no transitada —como Tanino dúo hoy sigue la estela de Hugo Díaz— o desde una auténtica reinterpretación como la que realiza Schissi con Tanguera, el clásico de Mores. Si Troilo, Pugliese, Salgán, Manzi, Cadícamo y Discépolo hubieran estado dándole vueltas, reinterpretando y reversionando continuamente lo creado y vivido por otros un siglo atrás, no habrían dejado ninguna de las grandes obras por las que hoy son quienes son para nosotros.
Así, buena parte de la mezcla de provocación dentro del recato que el tango autorizaba en ese abrazo público —torso contra torso, pelvis contra pelvis— en una época menos liberal que la de hoy ha perdido parte de su sentido original y, en manos de estupendos coreógrafos que no obstante desconocen el género, se ha quedado como una forma, muchas veces vacía, o como un tópico de algo que no se comprende y que tantas veces aparece como una involuntaria parodia de una pieza folclórica de museo, más propia de la ‘historia de la danza’ que de la danza misma. Escribo esto con pena porque es una tendencia en la que han caído enormes e incuestionables coreógrafos como Maurice Béjart o Rudolf Nureyev, eligiendo incluso, con cuestionable criterio, las músicas que consideraron ‘tangos’; también, los maravillosos Edward Clug y Sidi Larbi Cherkaoui: en Milonga, este último coreografía menos que Nélida Rodríguez de Aure, que lo asesoró y que, con cinco parejas de tango argentinas con recorrido propio, repite (magníficamente, eso sí) esquemas ya transitados. Le ha pasado incluso, aunque de diferente manera y con absoluta dignidad, a Pina Bausch, por quien mi admiración es infinita, en Bandoneon, de 1980.
Desde la danza contemporánea,
se ha caído una y otra vez en tópicos
de una topografía perdida, en una
reproducción del paso a dos del tango
de escenario al que poco aportan o en una
danza en exceso académica y depurada,
sin carácter ni temperamento tanguero, cuyas
coreografías, muy bien escritas y ejecutadas,
valdrían igual o más con otras músicas
Desde la danza contemporánea, se ha caído así, una y otra vez, en tres vías, a veces simultáneas: la de los tópicos de una topografía perdida, la de una danza en exceso académica y depurada, sin carácter ni temperamento ni fraseo tangueros —cuyas coreografías, muchas veces muy bien escritas y ejecutadas, valdrían también, e incluso más, con otras músicas— y en la de un paso a dos no más reelaborado que el que ya bailan a gran nivel parejas más conocedoras del género y en un código de escenario ya abordado hace décadas, con brillantez, por otros coreógrafos como Ana María Stekelman, un código en el que la inclusión, muchas veces desproporcionada, de elementos acrobáticos pareciera ser ya, para no pocas parejas, el fin último de todo y no una herramienta más que, con sentido de la medida, puntualmente, puede aparecer (o no) al servicio de una energía con la que se entra en relación, sin pretensión de alardes. Así, en muchas de estas propuestas llega siempre antes la forma que la energía, al contrario de lo que ocurre con las grandes orquestas de los 40 y 50 o con la música de Piazzolla, Pugliese, Astillero, Ramiro Gallo o El arranque, que, llenas de ‘mugre’, disuelven la forma en la energía y el carácter de cómo y desde dónde tocan lo que tocan, logrando ‘borrar’ la compleja partitura de la cual parten, para que, como quería Troilo en sus orquestas, se toque desde lo que hondamente el cuerpo de cada intérprete ya sabe, sin la muleta de un atril y una partitura, que inevitablemente funcionan como una red de seguridad que ‘habilita’ a una cierta desatención al grupo y los presentes e incita casi más a un discurso leído que al habla honesta y natural de quien, mirándonos, se relaciona realmente con nosotros y no de un modo aislado con su parte. No casualmente, también Astillero, entre otras muchas formaciones, toca en directo sin partituras, con auténtica escucha corporal entre sus miembros, en un contagio de energías que conforma un todo y que literalmente los agita y mueve y, de no estar ocupados en tocar sus instrumentos, los llevaría a bailar más ampliamente de lo que ya lo hacen desde sus lugares.
No hay, desde luego, nada reprobable en el uso de partituras en directo: se puede sonar maravillosamente bien empleándolas, y su incorporación, además de ser una elección muy lícita, responde muchas veces a una cierta precariedad laboral que impide una dinámica de ensayos y rodaje suficientes como para aceitar e interiorizar mejor una dinámica de grupo o, en otros casos, a la necesidad de sustituir a algún instrumentista por cuestiones de agenda o giras. Lo señalo, no obstante, por lo que tiene de elección más que estética en las no pocas formaciones que apuestan por directos sin atril, abocadas a un interrelación sin red que los lleve a disolver la forma en la energía, algo que al bailar no se logra ni se cumple en muchas aproximaciones al tango realizadas desde un código neoclásico (o un contemporáneo muy formalizado), lo más transitado en los ballets del género.
Retomando así lo de las energías y las formas y cuáles de estas se subordinan a las otras, en materia de tango, siento, se puede ser, desde luego, ligero —Di Sarli o Salgán lo fueron con maestría—, pero no superficial. Esa ostentación de la destreza que tantas veces se ve en el alarde técnico, en el manejo de las formas por delante de cualquier otro elemento —ya sea en la danza, en la música o el canto— tiene mucho del nuevo rico acomplejado que se recubre de marcas famosas que lo avalen… Los aspectos técnicos y formales de un género y de cualquier disciplina artística son, desde luego, importantes —literalmente— en tanto que importan o traen desde fuera algo que queremos hacer nuestro para ponerlo y ponernos con ello al servicio de algo mayor y más complejo que nuestro propio ego: una música, un arte, un género que nos trasciende. Esos aspectos formales parecen lograr serlo realmente cuando se mantienen como tales, como herramientas al servicio de ese fin más hondo: capturar una emoción, un paisaje y alargarles la vida encerrándolos en un bloque de sonidos o, visualmente, en unas dinámicas espaciales para que otros puedan también sentirlos. La forma, así, es casi una fatalidad, lo que inevitablemente queda después de haber luchado con una emoción, una sensación, una atmósfera, una luz buscando ceñirla para que no se nos escape. Es precisamente lo capturado bajo el paño con el que se lo ha logrado aquietar, fijar y retener lo que da la forma. Por eso me encanta Astillero casi por encima de cualquier otra formación contemporánea: es de las orquestas menos frívolas que existen. Son como Messi: jamás se adornan. Llegan a uno como un vector de realidad sin maquillaje ni anestesia, con la aspereza de las bellezas a cara lavada. Están en las antípodas de Neymar. Siento que le tienen totalmente tomado el pulso a la Buenos Aires de hoy, relacionada con la que fue y persiste en seguir siendo bajo la erosión de los años, las injusticias y las mixturas. Y, como con Piazzolla, sólo puedes bailar su música al borde del desastre: van enérgicamente al límite —tanto en sus allegros como en sus graves— y, sea cual sea el nivel técnico o la formación de cada quien, lo llevan a uno a su propio límite, en el que lo único que quizá pueda ‘salvarnos’ es aceptar que no todo es controlable ni está en nuestras manos, salvo la determinación de no medir ni mediar, de confiar en los ensayos y en la preparación técnica de cada día, dejándonos ir en darlo todo, y que sea lo que Gardel quiera. Igual de maravillosas y complejas de bailar, aunque distintas, resultan también las creaciones de Salgán, El arranque y Gallo, enamorados del arte de perlar de detalles, acentos y timbres simultáneos los diversos planos, en un auténtico festival de estímulos y texturas, creando una extraña ligereza entre barroca y romántica, entre simétrica e imprevisible, ante la que la toma de decisiones bailando se vuelve un reto aun mayor que el de la capacidad de reacción. Son un hermoso quebradero de cabeza, frustrante a veces, que cada día lo recuerdan a uno aprendiz y, aun más, auténtico amateur. Por fatalidad y elección.
Poner lo que se tiene al servicio de los que nos pasa
Al fin de cuentas, el tango, ya desde sus orígenes, vive y se ha nutrido de personas que han puesto íntegramente lo mucho o poco que tenían al servicio de lo que les pasaba, casi como una necesidad (Villoldo, los Gobbi, Arolas, Greco, Bardi, Maglio, Gardel hicieron eso). Y no sólo de lo que les pasaba en lo personal: también con eso que era parte del aire y del paisaje al que les había tocado emigrar o en el que abrieron los ojos a este mudno, viviendo algo que ya estaba ahí cuando llegaron o nacieron y que seguiría cuando se fueran. Algo que les pasó y les sigue pasando a las personas que habitaron y habitan esa misma geografía, un lugar con pasado en el que, por fuerza, el tiempo es a la vez vivido como acumulación y como duración, sin que ninguna de esas dos vías se imponga. Una vivencia que lleva a celebrar el tiempo en relación con ese pasado que no podemos revivir —pero que sí nos nutre para dejar a quienes vengan después un pasado al menos igual de rico que el que uno siente que se encontró— y con el futuro, marcado por nuestra propia muerte, que da premura y sentido, dirección, rumbo, a esa tarea. Eso pasa no sólo en el tango: también en el jazz, en el flamenco, el klezmer y, desde luego, en nuestro folklore, como bien retrata El sonido del bandoneón, el estupendo documental alemán de Jiska Rickels, reflejando la lucha del Daniel Vedia por legar a otros lo que él recibió. [Puedes ver, clicando en la imagen de abajo, el documental en el que también participan Néstor Marconi, Lidia Borda, Ariel Ardit y Oscar Fischer, entre otros].
Así, poner lo mucho o poco que se tenga al servicio de lo que nos pasa, a nosotros mismos y a nuestros congéneres, es lo que hizo y sigue haciendo del tango la cadena que ancla a lo más hondo de Buenos Aires el barco que nos trajo y que ya no volverá a zarpar más que pasional y airadamente en música, danza, poesía y canto: del Negro Santa Cruz a Horacio Romo, de Corsini a Castiello, de Cachafaz a los Lombard Twins, cada cual con sus herramientas, todos desde un mismo fuego, han ido y siguen forjando esa cadena de profundo anclaje. Ser tanguero —sea uno bailarín, músico, cantante, letrista, divulgador, mero amante del género— es poner todo lo que culturalmente nos atraviesa, aunque no lo hayamos elegido, al servicio del sentimiento tanguero, que no es más que el espíritu de rebeldía contra todo aquello que nos viene impuesto y contra lo que uno no puede en la vida y ante lo que, sin embargo, no se rinde ni se deja vencer. No es un acto de negación. Al contrario: es un proceso de aceptación más complejo, que nada tiene que ver con la sumisión. Un proceso de aceptación de aquello que el mundo hizo de uno para, desde ahí, dar lucha a lo que nos condiciona pero no nos determina. Por eso el tango —aunque curiosa y afortunadamente casi no tenga letras ideológicas ni panfletarias— es un profundo acto político transversal, sin banderas ni colores, de la gente de Buenos Aires, como volvió a demostrarse tras la crisis de 2001. Lleva en sí el espíritu de los criollos e inmigrantes que perfilaron la ciudad, un espíritu de lucha contra las buenas formas, pero empleando sus armas e instrumentos, ya que los órdenes y los sistemas planifican una determinada funcionalidad para todo lo que diseñan, pero no cuentan con que son las personas, según qué necesidades tengan, las que en última instancia deciden cómo se relacionan con algo y al servicio de qué lo ponen. Así como un cuchillo sirve para matar, sirve también para cortar el pan y repartirlo. De igual modo, el bandoneón: creado en un principio para la música sacra en tierras de Bach, encuentra otro destino, lejos, en manos de otras gentes con otras necesidades y conocimientos, incluso con el desconocimiento de qué era en verdad ese instrumento y para qué servía, un desconocimiento que llevó a los pioneros del fueye en Buenos Aires a relacionarse con él de un modo virgen, descubriéndolo desde una nueva perspectiva, intentando amoldarlo al ritmo de 2×4 que se tocaba entonces en aquel entorno y que acabaron transformando en un 4×4 que les iba mejor al ejecutar esa música nada sacra, que así, más densa, se ajustaba más fielmente a su nostalgia.
De este modo, el bandoneón acabó dándole, si no la voz, sí el timbre de voz a la banda sonora de todo un siglo en Buenos Aires. Un timbre que se mantiene en una banda sonora que, de época en época, inevitablemente cambia. No es de extrañar por ello que Astillero titulara Buenos Aires Soundtrack su espectacular disco con orquesta de cuerdas, uno de los más importantes de los grabados en todo el género, al menos de nueva creación, en lo que llevamos de siglo, un hito (en mi opinión) en la música porteña como en su día lo fueron Lo que vendrá y Tango en Hi-Fi, los discos de Piazzolla, también con orquesta de cuerdas, a finales de los 50, tras las grabaciones previas en Francia con la orquesta de la Ópera de París. Vale la pena escuchar ambas orquestas, la de Astor y la de Astillero, para sentir, en todo el cuerpo, dos retratos fidedignos de Buenos Aires en relación con sus respectivos presentes. No concibo ser porteño y no estremecerse ante esa música sólo posible en ese rincón del planeta.
Así como no cuestionamos que Cobián,
Francisco De Caro o Goñi hayan tomado
el piano, un instrumento vinculado a la impronta
de Mozart, Haydn, Beethoven, Schumann, Liszt o
Chopin, para introducir bordoneos, arrastres y
acentuaciones ligadas en un entorno
tanguero, no veo razón para cuestionar que los
Lombard pongan su saber, el que los ha constituido,
al servicio de cómo sienten el tango
Por la misma lógica, los Lombard Twins crecieron en un Mataderos atravesado por una cultura popular dominada por Michael Jackson, el break, los programas de Tinelli y el menemismo. Esa cultura los atravesó sin que pudieran elegirlo —ni bueno ni malo: es lo que había— e, hijos de su tiempo, acabaron poniendo todo eso que habían mamado sin elección al servicio de lo que sí eligieron: el tango de Piazzolla. Y lo han hecho desde un lugar superhonesto, con actitud tanguera, con escucha, apertura y humildad. Del mismo modo que no cuestionamos que Cobián, Francisco De Caro o Goñi hayan tomado el piano —un instrumento vinculado a la impronta de Mozart, Haydn, Beethoven, Schumann, Schubert, Liszt o Chopin— para introducir bordoneos, arrastres y acentuaciones ligadas en un ecosistema atorrantón tanguero, no veo razón alguna para cuestionar que estos chicos pongan su saber, el que los ha constituido —como a Piazzolla lo constituyeron su infancia en Nueva York, Ginastera o Boulanger— al servicio de cómo sienten el tango. ¿Qué certificado necesitan? ¿Quién lo da? Uno puede después resonar o no ahí, pero la actitud de estos hermanos es la que ha hecho y sigue haciendo del tango lo que es.
La irreverencia como norte
Así, desde una perspectiva contemporánea y personal —la de un inmigrante porteño que lleva veinte años fuera de Buenos Aires—, busco investigar sin tener claro qué encontraré ni si encontraré alguna vez algo (muy posiblemente no), pero avanzando en cualquier caso con la determinación de saber que una exploración en este sentido es lícita y ha de ser realizada —por mí, por los Lombard Twins o por quien sea— para que otros, detrás, puedan retomarla y enriquecerla con más herramientas que las mías, sin que nada de ello aspire a ir en detrimento de un precioso e hipnótico baile de salón —ya sea de pista o escenario— en el que el solo acto de caminar abrazados junto a otro conlleva una destreza de una sencillez pavorosamente compleja y bella y que excelentes bailarines y coreógrafos —varios de los más arriba mencionados— han llevado a cotas de excelencia, demostrando que incluso las más endemoniadas piezas de Piazzolla no sólo son verdaderos tangos, sino que también pueden ser muy admirablemente bailadas y abordadas en una auténtica relación de escucha, temperamento y nervio dentro de los patrones tradicionales del tango danza y el paso a dos. Yo no resueno en eso ni es una danza que me haya interesado especialmente nunca, lo que no me impide reconocerla y valorarla. No faltan ejemplos; por mencionar algunos: cualquier milonga por Miguel Ángel Zotto y Daiana Guspero; la versión de A Evaristo Carriego, por Carlos Gavito con Marcela Durán; el famoso cuarteto de Pablo Verón en La lección de tango, de Sally Potter, sobre Libertango, cualquier tango bailado por Pablo Ojeda y Beatriz Romero (estupendos maestros en Madrid y pareja de gran musicalidad), o esta versión de Escualo, de Astor Piazzolla, la misma composición que más arriba bailaban, desde otro código, los Lombard Twins, en este caso por Nora Robles, siempre llena de gracia, con Pedro Calveyra, coreografiada por Ana María Stekelman. Una de las tantas veces en que Robles deja ver cuando un alma desborda al cuerpo al que mueve.
No se trata, al fin, en resumidas cuentas, de cómo se baile el tango, sino desde dónde, desde qué actitud, relación y escucha se lo aborda, asumiendo que más se lo respeta acaso, paradójicamente, cuanto menos se lo respete: la esencia del tango —si la hubiera— no vibra quizá en un compás determinado ni en la franja ni el taco militar; no en estos instrumentos en detrimento de aquellos; no en malevos ni en farolitos de los años 20; no en zapatos con suela de lamé ni en si la llamó o no silbando. Su esencia —de tener una— es y será (arriesgo) la irreverencia, la rebeldía, aquella camorra tan piazzolliana que ya está en su origen de un modo similar al flamenco: más que como una música, el tango surgió también como una fatalidad del paisaje. Y si en la genealogía del flamenco están Triana, Cádiz, Málaga y Jerez, en las del tango están La Boca, Barracas, Pompeya, San Telmo, Balvanera y el Abasto. Arrabales portuarios, poblados por gentes de procedencias muy disímiles que se mezclaban hermanados por mil carencias, por la nostalgia de lo que habían perdido y por el hambre de lo que soñaban conquistar.
De igual modo, si el flamenco bebió de los cantos monocordes islámicos, de las melodías salmodiales, del sistema musical judío, de los cantos musulmanes, de las canciones populares mozárabes y de los antiguos sistemas hindúes, el tango se sirvió de Italia y de Alemania, por los bandoneonistas y el bandoneón, pero también, antes, de África, Cuba, España y Francia, por el candombe, las habaneras, el pasodoble, el flamenco, la cuadrilla, heredera de la contradanza; se sirvió a la vez de la décima de Vicente Espinel —creador de la sexta cuerda de la guitarra, la bordona, honrada con el inmortal tango homónimo de Emilio Balcarce (uno de los más bellos de la historia)—, y también del choro brasileño, más los ritmos rurales como la milonga uruguaya y el valsecito criollo y la música judía de Centroeuropa, como bien ha rescatado y explorado más recientemente el brillante director de Vale tango, Andrés Linetzky, en este caso con su magnífico Linetzky Klezmer trío, formado con sus hermanos Matías, en trompeta y mandolina, y Bruno, en el clarinete, y acompañados en el vídeo de abajo por Ramiro Gallo en violín, Ignacio Varchausky en contrabajo y Carlos Corrales en bandoneón, antiguos compañeros en Neotango, uno de los soberbios proyectos de Corrales.
No hay que olvidar, además, que hacia 1860, antes incluso de que el tango empezara a existir como danza, los inmigrantes y los criollos —descendientes (muchos) de esclavos africanos o ellos mismos esclavos en los tiempos de las colonias y el primer postcolonialismo— ya bailaban, desde luego. Y bailaban justamente esos ritmos: candombe, milonga, mazurca, vals, pasodoble, habanera cubana, polka, fandango, cuadrillas (la quadrille francesa)… De todo eso bebe incluso el tango en sus inicios.
Algunos historiadores, con José Gobello a la cabeza, defienden aun más que fue justamente la proscripción del candombe uruguayo en las calles lo que acabó empujando a la creación del ‘tango’, un término que en aquellos tiempos denominaba, ante todo, al espacio cerrado —bar y lugar de esparcimiento de la población afrorrioplatense y mestiza— en el que pasó a seguir bailándose el candombe callejero prohibido, una danza percusiva, muy rítmica, de origen africano que esclavos y mulatos bailaban en una larga caminata libre, sin abrazo, por el espacio público de Montevideo y Buenos Aires, con sugerentes movimientos de cadera y, cada tanto, cortes del andar. Al acotar esa danza a espacios cerrados más reducidos y mezclarla con otras formas y ritmos de las demás procedencias que también circulaban por los barrios populares, el candombe —acaso animado por la estrechez espacial, pero también por el alcohol y la fiesta— se fundió quizá en un abrazo con la habanera, el pasodoble, el vals y la mazurca, creando esa sugerente caminata en pareja que, por bailarse en los llamados ‘tangos’, empezó a conocerse también con ese nombre. [En la imagen de abajo, el famoso Café de Hansen, hacia 1895, fotografiado por Samuel Rimathé. Era un restaurante fundado en 1877 en el Parque 3 de Febrero, Palermo, Buenos Aires, por un inmigrante alemán —Juan Hansen— y considerado como uno de esos ‘tangos’ que fueron cuna del género].
Incluso Astillero —con su brillante Quilombo, de 2017, en el que sus músicos exploran y rastrean la relación del tango con las murgas de los carnavales y llegan casi hasta el cruce de caminos inicial entre el tango y el candombe— optó (¿necesitó?) para sus vídeos de Pompeya y Lugano otras vías de movimiento que no fueran las del paso a dos tradicional, dando todo el protagonismo a tres murguistas (en Pompeya) y a dos boxeadoras (en Lugano), algo más afín y leal a la relación que los jóvenes de hoy tienen con el movimiento en la cultura popular (7). El disco entero y estos detalles iluminan a la vez algo que generalmente queda en sombras y pasa desapercibido: si en algún momento, el candombe y la habanera (o el candombe y el vals, el pasadoble o la mazurca) se unieron creando el tango bailable, musicalmente se mantuvieron separados. El tango, buscándose aún, se quedó con los instrumentos melódicos —sin ninguno de percusión— y con el corset —precioso, no se discute— del abrazo mientras el candombe y, más tarde, su medio hermana, la centro murga, se quedaron con la percusión (aunque desde hace tiempo incorporen algunos instrumentos melódicos) y la libertad de movimiento en el baile, un baile urbano sin abrazo ni pareja que ya es casi danza contemporánea sin formalizar, autodidacta, popular y abierta a nuevas posibilidades.
Atentos a las dinámicas sociales de hoy —en las que también la murga, como el tango orquestal, vive una nueva época de efervescencia y movimiento de fuerte resistencia cultural—, los músicos de Astillero han reabierto así, con Quilombo, una vía ya medio sugerida y transitada por Piana, Charlo, Salgán, Castillo, Balcarce, Dragone, Alessio, Enrique Rodríguez, Gavioli, Caló, Francini, Stamponi, Lágrima Ríos o Juan Carlos Cáceres, entre tantos otros que en algún momento surfearon las fronterizas aguas de Buenos Aires y Montevideo, entre el tango y el candombe. En el caso de Quilombo, sin embargo, Astillero se ha centrado, más que en el candombe, en la murga. Y lo ha hecho con un nivel de determinación y hondura, para mí, inédito, dando a sentir el aire murguero contemporáneo sin dejar de ser por ello profundamente tanguero, renunciando a toda percusión que no proceda de la tímbrica de las orquestas típicas —fue un acierto que resistieran a la tentación de introducir un bombo con platillo— y sugiriendo a la vez un baile aún por descubrir que una pareja con medias red y zapatos de charol no logró cubrir en el imaginario de la orquesta al realizar sus vídeos. No deja de ser curioso, al margen, que ya el inmenso Agustín Bardi hubiera comenzado su historia musical con Buenos Aires, siendo aún niño, con sólo cuatro años, bailando como mascota en una murga de Barracas.
Si no fue un buen plan que Piazzolla, Gobbi, Francini Pontier, Salgán, Rovira y otros no tuvieran un fácil encaje en las milongas, tampoco parece serlo ahora con Astillero, Ramiro Gallo, Linetzky, Schissi, Guerrero o El arranque. Sé que es sólo un modo de decir, porque esto no parece tener realmente vuelta de hoja y está bien que en tango haya de todo y para todos y gente que aún prefiera seguir bailando Oro y plata abrazados. Justamente por eso, y aunque resulte difícil imaginar o precisar qué y cómo, Buenos Aires parece estar rezumando también otras cosas en relación con el tango a nivel de movimiento, cosas que deberían poder nacer y desarrollarse, al menos, en paralelo a lo ya existente. Desde lo musical, siento, el tango le sigue tomando fidedignamente el pulso a la ciudad; no así tanto desde la danza, desde la que acaso las murgas estén realmente más cerca de hacerlo, por el espíritu contestatario y rebelde que en ellas sigue latiendo y que nuclea a más de un millón de porteños a los que muchos otros, ‘gente de bien’, mira de soslayo como antiguamente se miraba a los tangueros. «En esta tarde de fiesta —decía hace unos años un miembro de la murga de Los verdes de Montserrat—, nos venimos a alegrar, y por si no nos conocen, nos queremos presentar. Para algunos: borrachines, vagos, negros, atorrantes. Para otros: pibes que bailan al son del redoblante. Ninguno tiene razón y ninguno se equivoca. De todo esto hay un poquito en esta murga loca: de los negros, la pasión; de los pibes, la ternura. Murga de canción dura y caliente corazón, teatreros del asfalto, bailarines de ilusiones, con la magia y el repique y el son de nuestros tambores queremos borrar de un golpe las tristezas y sus dolores. Tristeza, por la miseria que manda el poder. Contra eso es que peleamos. Y hoy, hoy no pensamos perder. Por eso, querido público, gente en general, conozca usted a esta murga que no lo va a defraudar». Algo similar podrían suscribir los mulatos, criollos e inmigrantes que a finales del siglo pasado se reunían a cantar, tocar y bailar generando un movimiento social en el que, como suele ocurrir, lo cuantitativo acabó generando lo cualitativo. Aquellos olvidados de entonces a los que las ‘buenas gentes’ acomodadas miraban con desdén constituyeron el humus en el que germinaron Gardel, Troilo, Piazzolla, Salgán, Pugliese.
Pena y rabia, nostalgia y hambre
Cabe agregar en la misma dirección que, aunque los prototangos de finales del siglo XIX se bailaran en ambientes nocturnos de los arrabales cercanos a los puertos de Buenos Aires y Montevideo en plena oleada migratoria, es falaz reducir, como se ha reducido tantas veces, el tango al burdel, y la vida nocturna, al alcohol y la violencia, un estigma que discriminatoriamente el género cargó durante décadas —como hoy lo cargan las murgas— pese a que sea cierto que muchas de las letras de aquella música inicial fueran procaces o que el ambiente prostibulario y pendenciero también eran parte de las noches del arrabal. El antropólogo uruguayo Daniel Vidart lo expresó muy bien en 1967: «Un estigma infamante cayó sobre el tango desde su origen: si era la danza de los humildes debía cargar con los siete pecados capitales que el patriciado del centro endosó ayer y endosará siempre a los pobres de los suburbios, eternos chivos emisarios de las culpas propias y ajenas… Todavía soportamos el reiterado equívoco de los aristócratas, plutócratas y burócratas urbanos que confunden lo humilde con lo sucio, lo popular con lo bajo, lo proletario con lo indecente. Esta antojadiza mitomanía del tango que ha acometido a los escritores criollos desde hace tres décadas está marcada por un innegable signo clasista. Ya es tiempo de devolverle el tango a quien lo inventó, lo bailó, lo cantó, lo silbó, lo sintió de veras. Hablo sencillamente del pueblo, del propio pueblo rioplatense». [Abajo, inmigrantes recién llegados al puerto de Buenos Aires a finales del siglo XIX; más abajo, otros alojados en el Hotel de Inmigrantes de la capital argentina por esas mismas fechas. Ahí, nuestros abuelos, bisabuelos y tatarabuelos].
El tango es un lamento de nostalgias
y destierros: la más digna aceptación
de aquellas cosas contra las que un grupo
de gente no pudo en la vida,
cosas de las que ya no hablaba, de tan sabidas,
cuando comenzó a cantarlas, de tan sentidas,
para después bailarlas y,
por el movimiento, sublimar dolorosas
situaciones estáticas
Así, además de un auténtico crisol de razas, el tango, como el flamenco y el jazz, era y fue convirtiéndose más y más en un lamento de nostalgias y destierros, en un desgarro rítmico de orillas y arrabales, en la más digna aceptación de aquellas cosas contra las que un grupo de hombres y mujeres no pudo en la vida, cosas de las que ya no hablaban, de tan sabidas, cuando al final comenzaron a cantarlas, de tan sentidas, para después empezar a bailarlas y, a través del movimiento (esto ya lo sabían las poblaciones más primitivas), intentar sublimar quizá dolorosas situaciones estáticas. Como dejó famosamente Discépolo, el tango es también «un pensamiento triste que se baila». Lo baile el Cachafaz o Pina Bausch. Así de universal, así de abierto. El tango lleva de ese modo, esencialmente, en sí, ante todo pena y rabia, nostalgia y hambre, un nervio, un arrebato que a nada reverencia en su rebeldía contra un destino que, siente, aún le debe cosas, como lo sentían las clases populares y los inmigrantes que, en el crisol de sus tristezas y sus luchas, crearon con chispas vivas el género. En cuanto un coreógrafo, un bailarín pierden la escucha a ese grito, a ese suspiro, a ese lamento que muchas veces pueden ser tan líricos y delicados como el más sofisticado Debussy o tan encendidos como un single de Deep Purple o AC/DC; en cuanto pierden la relación con ese impulso expresivo que nace de esa cabezonería, de ese pundonor y de ese espíritu de lucha de quien no se rinde, de quien, como Piazzolla y tantos inmigrantes y criollos de aquellos y estos tiempos, mil veces choca contra una pared y mil veces se levanta, el tango bailado se diluye en formas sin contenido, en tópicos que reverencian una topografia que ya no existe y ante la que se rebelaron unos hombres y mujeres cuyo espíritu no es realmente ya honrado ni evocado. Lo reverencial a esos y nada más que a esos tópicos concebidos como la caja de las esencias sólo puede apagar aquella pasión primera que atraviesa el tiempo y las geografías y sigue reencendiéndose de corazón a corazón a través de una música que, en su ‘mugre’, atesora tal vez más de lo que uno llega a imaginar en un primer momento y que aún esta por florecer. Como dice, una vez más, Ramiro Gallo, abocado también por completo a la creación de nuevo repertorio, al definir lo que hacen sus formaciones: «No es tango viejo. No es para turistas ni futuristas. No es tango del siglo XXI ni tango ‘joven’. No es vanguardia ni es tango ‘post nadie’. Somos nosotros tocando. Dejamos que nos definan el sonido y el tiempo. Música argentina. Tuya. El tango nuestro. Ahora. Acá. Como siempre. Como nunca. Somos todo lo que no es». No se me ocurre una (in)definición mejor que englobe todo lo que el tango aún puede ser. Perder la relación con ese espíritu inicial que todavía parece seguir rezumando Buenos Aires, no abrirse a lo que hoy en nosotros tenga aún para decir, es meramente quitar la ‘mugre’ para, curiosamente, engendrar pulcros museos vacíos.
© Diego Bagnera
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Madrid, 2022
(1) Sobre este punto, conviene remarcar que las que miraban con desdén el tango eran las clases medias y, en rigor, un sector muy conservador de las clases medias, pero no tanto las clases altas ni la aristocracia, que tenían una relación fluida con el nuevo género y con muchos músicos, a los que conocían de los lugares donde tocaban, los de mayor diversión de la época. García Blaya recordaba incluso que los carnavales de 1903 a 1910 realizados en el céntrico Teatro Ópera —organizados para las clases altas y de difícil acceso para las medias— se amenizaban con música de tango, y que Eduardo Arolas y Carlos Gardel, entre otros músicos de muy baja procedencia social, se trataban con lo más selecto de la ciudad, algo que confirma la vestimenta, llamativamente elegante, que ellos y los demás músicos de tango que tocaban en aquellos lugares céntricos comenzaron a imitar de esos auténticos bacanes y dandies con los que se relacionaban. Recordaba también García Blaya que fueron Hugo Lamas y Enrique Binda quienes, en el libro El tango en la sociedad porteña 1800-1920, desmitificaron aquella versión según la cual el tango sólo había sido aceptado en Buenos Aires tras triunfar en Europa con Villoldo y los Gobbi.
(2) Introduzco en el análisis este código sarcástico porque la ironía —en tanto que, como la poesía, da a sentir cosas no dichas— es ya en sí lírica lunfarda y gesto tanguero, una fanfarronada verbal que no contempla matices, niega de plano las diferencias y que, históricamente, casi en paralelo al de la mugre orquestal, ha ido generado un runrún de fondo disonante que, por imaginativo o ocurrente que nos resulte, acaba por no ser constructivo en el ambiente del tango, que a todos acoge y en el que para todos hay cabida con el solo acto de deponer nuestras afiladas lenguas. Así entonces como uno no llama a las milongas ‘cementerios’ y entiende y apoya y defiende ese fenómeno estilístico y social sin desnostarlo ni decir que eso que en ellas se escucha ya no es tango, es de esperar que no se haga tampoco una enmienda a la totalidad de todo lo que ha pasado y pasa en el género desde mediados de los 50, como a veces aún hoy se escucha, con argumentos del tipo: «No entiendo por qué mucha gente quiere matar el tango: lo deforma, le hace esto, el tango de la no sé qué… el nuevo tango, el tango de ruptura y no sé cuánto y le ponen títulos y nombres, pero hay un solo tango. Que es tango. Punto. No jodas con el tango. Yo escuché también eso que se critica de si el tango es for export o si… No, no comparto. No comparto porque soy un producto de ello y yo conozco, no te digo a todos, pero prácticamente a todos, y sé quién hace tango y quién no hace tango». La cita es real y me ahorro el nombre de quien lo dijo porque no busco que nadie se tire contra nadie. Intento decir que uno podría ponerse igual de faltón que tantos milongueros y decir también que hay que creerse demasiado importante para pensar que las orquestas, con músicos de años de preparación y estudios, deben comportarse como metrónomos serviles de personas que muchas veces parecen no saber contar más de ocho y de las que tampoco se espera tanto más que lo que dicen saber hacer —improvisar— como para que la reacción que han tenido con tantas orquestas que no se amoldan a sus limitados conocimientos rítmicos sea tan desproporcionada y desmedida, hasta el punto tal de tachar de ‘antitango’ todo cuanto no se ajuste a lo que, sin música, han aprendido en sus clases, muchas veces con el fin último de poder ir a una milonga a conocer gente, encontrar otra piel e incluso algo más que una pareja de baile… Eso no es amor al tango, sino a uno mismo y responde a la más que humana necesidad de romper el círculo de la soledad que a todos nos cerca. Contarse otra cosa es hacerse trampas al solitario. Me parece, por ello, más que lícito que en las milongas no suenen Gardel (nunca podré entenderlo), Piazzolla ni ninguna de las orquestas que no gusten o no sean las más adecuadas para bailar como el paso a dos tradicionalmente se baila —todo eso es comprensible y no hay quien no lo comparta—, pero decir fundamentalistamente que el tango se baila así y sólo así o despectivamente (como aún se dice) que todo lo que no sea D’Arienzo, Di Sarli, Biagi o De Angelis no es tango es, como poco, innecesario, nada constructivo y sólo denota, tal vez, complejos de gente que se siente maestra en cosas en las que hasta el más excelso de los músicos tangueros se muere sabiéndose aprendiz. Puede no haber mercado para todos, como uno desearía, pero las disputas que surgen del negocio del tango no tienen por qué tener una correlación estética ni pretender definir algo vivo y, por lo tanto, indefinido e indefinible más allá de en lo que todos coincidiríamos: el tango es una expresión multidisciplinar —de movimiento y/o música y/o poesía— urbana y conurbana de las personas del Río de la Plata, que a todos acoge y en la que para todos hay cabida.
(3) Como paso a dos, el tango ha tenido, desde luego, una gran evolución a lo largo de todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI, con figuras como el Negro Navarro, Bernabé Cimarra e Ideal Gloria, Casimiro Aín, el Cachafaz, José Méndez, Elías Alippi, Carmencita Calderón, el Vasco Orradre, Petróleo Estévez y Esperanza Díaz, el Negro Lavandina, Antonio Todaro, José Vázquez Lampazo, Roberto Grassi, Jorge Orcaizaguirre Virulazo, Pepito Avellaneda, Juan Carlos Copes y María Nieves, Carlos Gavito y Marcela Durán, Rodolfo y Gloria Dinzel, Ana María Stekelman, Miguel Ángel Zotto y Daiana Guspero, Milena Plebs y los muchos que olvido y desconozco y sobre los que puede dar mejor fe, de primera mano, entre otros, Miguel Ángel Zotto en su importante labor divulgativa y documental.
(4) Además de una música, una danza y una poesía de la cultura rioplatense, el tango es también —antes y más hondamente— una visión de la vida y una actitud ante la realidad desde las que —sólo después y exclusivamente desde ese lugar impreciso pero certero en la sensibilidad y el pasado asimilado y compartido por las personas de esa geografía— esa música, esa danza y esa poesía pueden cristalizarse en formas. Si nacen honestamente desde ese lugar en el que el ayer se mezcla con el hoy sin anularse el uno al otro en una continuidad más de energías que de formas y en inclaudicable apertura al presente, las nuevas formas, sean las que sean, serán, lo quiera uno o no, inexorablemente tangueras, cristalizándose en lo que uno hace, casi como si se cumpliese una fatalidad más de un paisaje particular e irrepetible, fruto de lo que fue y hoy sigue siendo y aconteciendo y semilla tal vez de lo que será.
Dicho esto y pese a lo abierto que el tango se mantiene —como si el mantenerse abierto a todo fuera parte de su propia esencia—, no todo tampoco puede ser tango, como bien apunta Ramiro Gallo; si no, no es nada. Hay, así, ciertos elementos que parecen serle consustanciales. Creo que fundamentalmente dos, como si fueran hilos que recorren y unen su historia o como sutiles vigas mayores que lo sostienen. La primera es una cierta energía gestual de los músicos al relacionarse desde un código popular con instrumentos acústicos de la música académica como no lo hacían ni lo harían incluso hoy la mayor parte de los músicos clásicos. La segunda (más discutible): una tímbrica única y particular. Ambas nacen tal vez del bandoneón y maduraron, por él y desde él, expansivamente, en las orquestas típicas. Lo inherentemente disonante del bandoneón, un instrumento que por su propia mecánica y su estructura física ‘mancha’ el sonido con la entrada y salida del aire, con el cierre y la apertura del fuelle, con el sonido de la botonera según se pulsan y rozan unas y otras teclas y con una muchas veces buscada descompensación expresiva entre la capacidad de entrada o salida de aire a través de las lenguetas de las teclas pulsadas hacen que los demás instrumentos se ‘contagien’ de ese rastro disonante y le respondan solidariamente en un diálogo creativo que instala un código y que, lejos de dejar en evidencia o disimular la disonancia, la asume como algo propio y amado. Se trata una vez más de una disonancia filosófica, primaria, antes que musical: además de un instrumento, el bandoneón es el símbolo de una hibridación per se disonante, la de aquello que pasó de las iglesias a los burdeles, de lo sacro a lo profano, de la adustez germana al desenfado de los italianos desclasados en la Argentina, de lo elevado a lo terrenal. Así, si vivir —estar encarnado— ensucia y deja rastros, cada instrumento de la orquesta típica aporta también su propia humanidad y mancha, ahora con deliberación, lo que el bandoneón por fatalidad. Esa producción de efectos disonantes que nace de un gesto de lealtad sonora al bandoneón por parte de los demás instrumentos exige una gestualidad de cada instrumentista. De este modo, la tímbrica del bandoneón (inédita en un contexto orquestal antes del tango) y la ‘mugre’ que el propio fuelle y los demás instrumentos generan acaban siendo casi pilares fundamentales de la expresión tanguera, que aparece incluso en las formaciones sin bandoneón, como podrían ser las fantásticas de Hugo Díaz, Quinteto Ventarrón, 34 puñaladas o los dúos de los hermanos Assad o de Sonia Possetti y Damián Bolotín, para no hablar de Salgán De Lío, o del propio Salgán con Dante Amicarelli en Fuegos artificiales, o los solos de piano de Lucio Demare, Osvaldo Tarantino, Orlando Trípodi, Nicolás Ledesma, Pablo Estigarrabia o del Dúo Fuertes Varnerín y tanta gente más. Lo bello, en cualquier caso, es que nace de la asunción de una realidad material particular a la que el entorno responde en bloque y con lealtad. De ahí que, pese a lo disonante, la ‘mugre’ sea de las extrañezas más paradójicamente armónicas de la música, su auténtica raigambre popular, su renuncia a la perfección celestial, sacra, en pos de la emoción terrenal laica de gentes que se sentían abandonadas de la mano de Dios.
(5) Sé que Jorge Amarante y Julio Bocca, entre otros, ya lo han hecho, pero. en el caso de Bocca no es lo frecuente, ni siquiera en su propio trabajo con el tango, muy marcado por el paso a dos y, en las contadas coreografías en solitario, por el código neoclásico, un abordaje quizá excesivamente formalizado, demasiado impecable para un género musicalmente ‘pecaminoso’, que a la academia y los conservatorios sólo va a robar, nunca con el afán de ser reconocido doctor honoris causa. Y en el caso de Amarante —muy interesante en cuanto a movimiento, especialmente en Grapa tango, donde se aleja del código neoclásico y se acerca a un contemporáneo más desestructurado que, creo, le va mejor a un género popular— es una pena que nunca se haya apoyado en lo mejor del repertorio tanguero y haya recurrido a versiones electrónicas, para mí gusto desproporcionadamente híbridas, sin casi rastros de ‘mugre’ ni carácter tanguero y en las que el desmedido uso de simplificadores acaba por lograr lo que estos buscan: una simplificación desproporcionada de toda la riqueza orquestal tanguera, maquillada insuficientemente con algunos rudimentarios toques de bandoneón. Así su trabajo remite al tango, apunta a él, pero, siento, no logra encarnar una completa exploración del género porque musicalmente ha optado por abordarlo desde un punto excesivamente límite y simplificado, en el que la música del tango que el baile no abordó sigue sin ser abordada, sustituida en este caso no por las orquestas de Tanturi o De Angelis, sino por unas nuevas formaciones cuya única relación con el tango parece ser la inclusión de un bandoneón que mira más a Ibiza que al Abasto. No descarto, desde luego, que sea una elección deliberada e hiperlícita y es música de la que hasta puedo disfrutar bailándola. Más que un juicio de valor, intento esgrimir una descripción que ayude a clarificar lo que busco explicar: como decía al inicio, creo que toca relacionarse en solitario con las grandes músicas no abordadas por la danza que engrandecen el género, haciéndolo desde una auténtica escucha y libertad formal, dejándonos afectar y reaccionar espontáneamente a sus estímulos sin querer hacer algo nosotros con la música para explorar qué hace con nosotros ese tesoro orquestal de muchas décadas, rico, complejo y aún por descubrir, al que se han ido sumando joyas en los últimos veinticinco años. Para que eso acontezca es preciso relacionarse antes con esa música y descubrir a qué nos mueve y empuja, qué juego de acción y reacción propone, qué respuestas suscita naturalmente en nosotros esa sonoridad, esa complejidad, esa ‘mugre’. Recurrir a sucedáneos, hiperválidos desde un punto de vista estético y creativo, es reincidir en que la danza del tango, incluso en sus nuevas búsquedas, siga corriendo en paralelo a gran parte de su historia musical, sin apenas vasos comunicantes, escindiéndose cada vez más de ella. Al margen de esto, Grapa tango, como pieza de danza contemporánea, me parece de verdad estupenda. Realmente interesante a muchos niveles.
(6) Hay, lo sé, algo irreductiblemente arbitrario en afirmaciones como esta, propio de cualquier juicio de valor en música y arte en general. No obstante, arriesgo esta valoración convencido no sólo por lo que musicalmente ya han creado Ramiro Gallo y Julián Peralta (a veces también, con gran talento, Mariano González Calo, que comparado con creadores tan prolíficos, compone ‘poco’, pero cuando compone, madre mía…), sino también porque, además del amor y del amplio conocimiento bien digerido que Peralta y Gallo tienen del género, ya convertido en sus vidas en nueva albúmina para poder ser cabalmente ellos mismos sin divismos sino con vocación de entrega a lo que aman, son a la vez, entre los grandes autores de hoy, los que más claramente tienen —siento— un estilo propio y reconocible; no los únicos, pero sí quizá los que más. Me pregunto incluso —pensando en esa suerte de milagros que son algunos tangos de Piazzolla arreglados por Pugliese, como Nonino o Zum, o las versiones de Negracha y Recuerdo, de Pugliese, arregladas por Astor—, cómo sonarán tangazos de Gallo, como Teclita o Estirpe tanguera, arreglados por Peralta. O viceversa, ¿cómo sonarán Variación o A suerte y verdad de Peralta, arreglados por Gallo? Al menos, ya sabemos lo bien que suena Gallo arreglado por González Calo para su Quinteto criollo. Ambos —Peralta y Gallo— son también, creo, los primeros compositores del tango que —sabiéndolo o no, accidentalmente o con plena conciencia y deliberación— han dado a sentir en sus obras el eco de un músico argentino fundamental que ha de estar tan contenido y asimilado como fibra propia de los nuevos creadores como lo están Gardel, Troilo, Pugliese, Gobbi, Salgán y Piazzolla. Me refiero a Dino Saluzzi, un intérprete y compositor tan fundamental y difícil de asimilar y digerir como lo fue para más de una generación Piazzolla. Gallo y Peralta, siento, llevan también ya —epigenética y amor mediante— a Saluzzi en sus genes, algo quizá sensible en ciertos tratamientos de la sección de la cuerda y en texturas y atmósferas armónicas más ambiguas y abiertas, de estructura modal. Alguien (o ellos mismos) sabrían explicarlo mejor. Como sea, es algo digno de ser no sólo señalado, sino, aun más, celebrado.
(7) También ya en sus inicios, con su ya clásico Chiru, el movimiento aparecía representado en el imaginario de la orquesta —más que con una pareja bailando tradicionalmente un tango de salón— con la proyección de antiguas filmaciones de inmigrantes llegando hace más de un siglo a Buenos Aires y el vértigo de una montaña rusa, con su convoy de coches bajando sin frenos al borde del desastre. Es curioso ver también cómo otras orquestas y formaciones contemporáneas, a la hora de crear contenido audiovisual con sus piezas, optan por otras formas de movimiento que las del consabido abrazo y el paso a dos del tango bailado, como si algo en él no pudiera reflejar, contener ni abarcar ya una impronta del todo de hoy. Si bien el proyecto del talentoso y más que interesante Nicolás Tognola con Pampa trash explora el tango desde un registro electroacústico y ya declaradamente separado de la orquesta típica con la que antes se relacionó, está lejos de ser un mero producto mainstream del nuevo for export con algún anecdótico timbre que recuerde al género. Puede gustar menos o más, pero personalmente siento una auténtica exploración tanguera no muy alejada —con las diferencias obvias de cada contemporaneidad— de la que en los 70 hizo el primer Mederos con Generación cero hoy Mederos o el Egozcue de finales de los 80 con Binelli y Marconi en fueye. Es interesante ver por ello lo que Tognola intenta y propone también en su construcción de imágenes y movimiento en general, y ya más en particular cómo plasma esa búsqueda en Misha. A mí me encanta.
Fuentes: Luis Adolfo Sierra, José Gobello, Ernesto Sábato, Daniel Vidart, Horacio Ferrer, Bruno Cespi, Oscar Zucchi, Ricardo Rodríguez Molas, Nélida Rouchetto, María Esther Gilio, Antonio Rodríguez Villar, Jorge Göttling, Julio Nudler, Horacio Salas, Ricardo García Blaya, Oscar del Priore, Irene Amuchástegui, Diana Piazzolla, Natalio Gorin, Víctor Oliveros, Daniel Piazzolla, Oscar López Ruiz, Pablo Ziegler, Fernando Suárez Paz, José Ángel Trelles, Julio Pane, El Astornauta, Leopoldo Federico, Rubén Juárez, Horacio Salgán, Ignacio Varchausky, Ramiro Gallo, Miguel Ángel Zotto, Revista La Maga (ediciones especiales), Andrés Serafini, José María Otero, Bruno Passarelli, Martín Jurado, Eduardo Gálvez, Javier Gasparri, Andrés Valenzuela, todotango.com, Norma Binaghi, Rubén Szuchmacher, las revistas El Sordo y Tinta Roja; Teo Ballesi, La morada del nuevo tango y demás personas y plataformas que pueda estar dejándome involuntariamente sin mencionar.
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Vinculada en sus inicios a las compañías L’esquisse (de Bouvier y Obadia) y de Claude Brumachon, Catherine Berbessou, formada más tarde en Buenos Aires, se unió al argentino Federico Rodríguez Moreno y ha desarrollado algunas de las propuestas más interesantes de la danza contemporánea en relación con el tango: A fuego lento (1996), Valser (1999), Flor de cactus (2002) o Tú, el cielo y tú (2017). Aquí pasajes de la recreación de Valser realizada en 2014.
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Perdonad que insista, pero para quien tenga tiempo e interés este concierto es una maravilla (otra más) de la Orquesta Escuela de Tango Emilio Balcarce, dirigida por el enorme Víctor Lavallén y creada en 2000 por el (no nos cansaremos de adjetivarlo así) gran Ignacio Varchausky, contrabajista y director artístico de la no menos maravillosa orquesta El arranque, entre otras tantas cosas, y fundamentalmente un auténtico organizer, mucho más que un productor musical: un generador de eventos, sinergias, reuniones con mirada global y perspectiva como la que Gardel tuvo en sus años. Los géneros viven, por supuesto, de los creadores, que lo enriquecen con sus obras, pero también por gente que, silenciosamente, al margen de los focos, teje con paciencia una red que une, nutre, nuclea, contiene, articula, da sustento y soporte a todo un colectivo. Esa figura crucial en un momento del tango en horas bajas, como eran los años 90 del pasado siglo, es Ignacio. Sin duda ni comparación, apoyado, eso sí, desde lo institucional por figuras claves que apostaron fuertemente por él, como Carlos Villalba, y por músicos cruciales que acompañaron ese nuevo movimiento orquestal, fortaleciéndolo en paralelo desde la heroica y conmovedora Orquesta Típica Fernández Fierro y todo lo que social, musical y pedagógicamente salió de ella, sin casi apoyos de ningún tipo, desde y en cada uno de los espacios y las dinámicas autogestionadas que fueron creando y que hoy siguen nutriendo el género. Con estas menciones que exceden el ámbito académico o formativo y que lograron colonizar y sacudir el tejido social, no quiero desmerecer por omisión la importante tarea de la también crucial Escuela de Música Popular de Avellaneda, con Rodolfo Mederos, Daniel Binelli, Aníbal Arias y Orlando Trípodi, entre otros, de la que tantos nuevos tangueros salieron, como la cantidad de nuevos bandoneonistas que formaron Pane, Marconi, Mamone, Madrigal y tantos más… o los músicos formados en el Conservatorio de Estilos Tangueros Argentino Galván a partir de los 2000. Este maravilloso concierto diseñado y presentado por Ignacio se realizó el 14 marzo de 2021 en el Teatro Colón de Buenos Aires. Una joya que permite apreciar, con nitidez y en toda la complejidad de sus planos, la arquitectura íntima de la orquestación de Piazzolla en los años 40, pero también lo sobrecogedoramente bien que suena está orquesta de jóvenes músicos. Los de momento cuatro discos grabados por la Orquesta Escuela —los dos primeros con Emilio Balcarce, los otros ya con Víctor Lavallén y la colaboración de Cristian Asato en Gobbi inédito— son de lo mejor y más importante que se ha grabado en tango en décadas, poniendo en auténtico valor y a nuestro alcance el sonido más aproximadamente real a cómo sonaban aquellas orquestas de los 40 y 50 que la tecnología de entonces no permitía registrar tan fidedignamente como hoy para legarnos en toda plenitud su maravilla. Cuesta realmente no estremecerse al escuchar las actuales grabaciones de Pata Ancha, Bien compadre, Meridional o Solfeando, entre tantas. Son una fiesta.
[El vídeo al final del texto en el que improviso incluye piezas ejecutadas por diversas orquestas —Aníbal Troilo, Osvaldo Pugliese, Alfredo Gobbi, Leopoldo Federico, El arranque, Astillero, Arquetípica de Ramiro Gallo, Fulvio Salamanca, la Orquesta Escuela de Tango Emilio Balcarce— y por distintas formaciones de Astor Piazzolla más el dúo de Horacio Salgán y Ubaldo De Lío, y por Julio Pane en solo de bandoneón. Abre, además, con el recitado que, poco antes de morir, Martín Otaño llegó a grabar de Vuelve el tango, una de las joyas que nos dejó el genial Jorge Alorsa Pandelucos, que con sólo 38 años y tanto que escribir y componer por delante se nos fue también antes de tiempo. Se trata de muestras de trabajo sin más horizonte que el de la investigación, un ‘material de obra’, a solas en el estudio, sin adjetivaciones de vestuario ni luz, sin movimientos de cámara ni edición, siempre en una toma fija desde un mismo punto y con ropas de ensayo, elementos que permitan una mejor visualización del documento como documento, no como producto cultural. Un proceso de exploración de movimiento puro sin vistas a un escenario y en continua evolución y cambio].
Ver también Warm up | Bach Gould
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«’Sé qué es la danza…’ Lo bloquea todo. ‘Sé qué es un bailarín’… Lo bloquea todo. ‘No lo sé, no lo sé, pero tengo mucha curiosidad’. Lo único que debes tener dentro de ti es deseo. Si lo encuentras en ti, sólo síguelo, pero no lo etiquetes, no le pongas un nombre: no digas ‘Danza’, no digas ‘Bailarín’. Estate aquí y disfruta de tu tiempo, mantente abierto y despierto».
Rainer Behr